Lo más reseñable, con diferencia, que ha pasado durante esta semana es que el jueves almorzamos en la Residencia de Estudiantes, convocados por Pepe Montero-Romero, que además de ser una persona cabal, altamente civilizada y encantadora es el jefe de la fundación de arte FPAC, con un selecto elenco de invitados. Varios de ellos, aunque no todos, creo, tenían la particularidad, además, de tener raíces gallegas o tener alguna relación más o menos íntima con aquella tierra septentrional, doliente –tierra de emigrantes- y por tantos motivos privilegiada. Éramos Rosina Gómez Baeza, ex directora de ARCO que lo es todo en cuestiones de arte; los arquitectos Ángela García de Paredes e Ignacio Sánchez Pedrosa, que han sido distinguidos ahora con el Nacional de arquitectura; el no menos célebre Emilio Tuñón, responsable del espléndido museo de las Colecciones Reales, y su colaborador Andrés Regueiro; el famoso fotógrafo Alberto García-Alix; y yo mismo, que si no soy gallego es porque no todo se puede ser en esta vida, aunque se quiera, pero pasé en Pontevedra y en Santiago de Compostela un año delicioso, ya remoto.
Para el próximo verano la FPAC va a celebrar en la isla de San Simón unos talleres con equipos tutelados por las máximas figuras de la arquitectura de la actualidad. Será el evento más importante de Europa, con distancia, en el estudio de la arquitectura, el diseño y la sostenibilidad.
Bueno, Alberto García-Alix acaparó la conversación con sus anécdotas y tesis ardorosas -aunque fuertemente discutibles, pero no era la ocasión para ello, preferimos escucharle, que era muy entretenido, ¡y quién abre el paraguas cuando ruge la marabunta!- sobre la historia de España, a la que es un aficionado serio, influido en esto por su madre, historiadora. Con su aspecto de punk tatuado, resulta que el famoso fotógrafo es muy leído y aficionado a estudiar en los archivos la verdad íntima de los episodios de la Historia. Con él hablamos de los últimos reyes Borbón, de la conmovedora correspondencia entre Felipe II y sus hijas, de la batalla de Alcazarquivir, donde mi poeta preferido, Francisco de Aldana, perdió la vida heroicamente y donde se extravió el baúl con sus poemas inéditos para siempre, etc.
García-Alix venía de comisariar una antología de los fondos fotográficos del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo de Sevilla (CAAC), que son de una naturaleza superior en calidad y cantidad, según él sostiene, incluso a los del Reina Sofía, gracias al acierto de compras de los sucesivos directores del centro andaluz, entre ellos, José Lebrero. Esta antología “de autor” permanecerá abierta durante los próximos meses.
Como imagen de apertura de la misma, García-Alix ha elegido una imagen muy impactante y turbadora, no sé si incluso pornográfica en un sentido siniestro de la palabra. Es una foto de Daido Moriyama (1938), un clásico vivo, con 150 libros de sus fotos publicados. En la Red pueden verse algunas de sus fotos, características, inconfundibles, incluida la del perro callejero que es como su firma.
Con una cámara compacta Moriyama anda y anda por los barrios de Tokio y saca fotos casuales, fragmentarias, tambaleantes, desenfocadas, turbadoras y fabulosas, de la ciudad. Tienen una cualidad febril, sombría, como de después de un desastre. Moriyama retrata los coches, la gente, las pantallas de televisión, los pósters, las pantallas de cine, y a todo le da el mismo tratamiento, no anda por ahí siguiendo un determinado concepto, decidiendo qué fotografiar y qué no. Un artista asombroso. Todo en esas imágenes parece gritar y ser urgente, significativo, aunque no sé de qué. La imagen de apertura de la que hablo es la de una mujer, del cuerpo desnudo de una mujer, tumbada decúbito prono entre la hierba.
Un momento… ¿Qué ha pasado aquí, qué es esto que estoy viendo? ¿Una tragedia? ¿Está bien mirarla? ¿Está bien la atracción que la mirada siente inevitablemente por ese cuerpo tan femeninamente apetitoso y tan desamparado, echado entre la hierba como un desperdicio? ¿Tuvo el fotógrafo el permiso de la anónima modelo, por llamarlo así, para captar y exponer su bella y terrorífica imagen? Desde luego que no. Y si no lo tuvo ¿con qué legitimidad la captó y nos la muestra y la miramos? ¿Hizo un homenaje a la pobre muchacha, o nos aprovechamos de ella? ¿Qué pasa en ese maridaje de erotismo y tragedia?
Me recordó automáticamente la muñeca de Duchamp en su Étant donné…Pero la instalación de Duchamp, con la muñeca desnuda, tumbada con las piernas abiertas entre la vegetación, y sosteniendo en alto un quinqué, escena enigmática a cuya visión se accede precisamente a través de una mirilla o judas abierta en un vetusto portalón, es una picardía y una invitación surrealista al misterio y a los juegos de la imaginación.
Más cercana a la foto de Moriyama es la más célebre de Lee Miller, de 1945: La hija del alcalde de Leipzig, una muchacha que ante la llegada de las tropas rusas, que violaban salvajemente todo lo que se moviera, prefirió suicidarse con cianuro y parece estar dormida, descansando de un extremo agotamiento, sobre un sofá de cuero.
Dando a la cámara de Lee Miller, y a la posteridad, una imagen de escultural, marmórea y melancólica belleza que mueve tanto a la compasión como a la admiración, y a la vergüenza también del voyeur. En su nuevo libro de ensayos “Yo estoy en la imagen” (ed. El Acantilado) Miguel Ángel Hernández reflexiona precisamente sobre cuestiones como ésta: qué se puede y qué no se debe ver, desde dónde, en qué contexto.
Viendo a la mujer de Moriyama me viene al recuerdo el cuento de Edgar Allan Poe “El misterio de Marie Rogêt”, inspirado en el caso real de la muerte de Mary Cecilia Rogers (1820-1841), en Nueva York. Mary Cecilia era una joven y bellísima dependiente de estanco, al que, atraídos por su belleza, acudían a surtirse de tabaco y contemplarla personalidades de la época, entre ellas escritores como Washington Irving (Cuentos de la ahambra, Sleepy Hollow), Fenimore Cooper (El último mohicano) y el poeta, entonces muy conocido, Fitz-Greene Halleck.
El cadáver de la joven fue hallado flotando en el río Hudson. Había sido asesinada y arrojada al agua. Como era tan conocida, se alzó mucho eco en la prensa, pero el crimen quedó sin resolver. Se especuló con la posibilidad de unos vagabundos o marineros que se cruzaron con ella y la asaltaron. O quizá murió durante un aborto clandestino fallido, y los autores se desembarazaron de su cuerpo… Dos semanas más tarde, unos niños que jugaban en la orilla encontraron un escenario del crimen o una falsa pista, dejada allí adrede: una zona herbosa, pisoteada, con pedazos de tela de la ropa de la desdichada en los arbustos, una sombrilla y un pañuelo bordado con su nombre.
Meses después, el novio de Mary Cecilia, llamado Daniel Payne, se suicidó en su casa, bebiéndose una botella de whisky y un frasco de láudano. Entre sus papeles la policía encontró una nota de remordimiento, que no alcanzaba a ser una prueba de auto-incriminación conclusiva: “Aquí sigo, en el mismo sitio. Que Dios se apiade de mi vida malgastada.”
Poe, precursor del género policial, quiso que su detective Auguste Dupin, que tan brillantemente había resuelto los casos de “La carta robada” y de “Los asesinatos de la rue Morgue” resolviese también el caso de Mary Cecilia Rogers, cambiando el nombre de la víctima y ambientando el relato en París. En vez del Hudson, el río Sena. Sus deducciones no son tan deslumbrantes como en otros dos cuentos que acabo de mencionar, y el caso, también en la ficción, quedó abierto; pero son inolvidables la imagen del pañuelo, de los pedazos de ropa en los arbustos y de la sombrilla. Y, como en la tremenda foto de la muchacha de Moriyama, la hierba pisoteada.