He sabido que este mes se celebra en Berlín una exposición de artistas portugueses con obras también de Chema Alvargonzález, en memoria del 50 aniversario de la Revolución de los Claveles y los 25 años de la caída del muro de Berlín, a la que Chema asistió en vivo y en directo, y de las que hizo unas fotos extraordinarias. Y al enterarme me he acordado una vez más de él, como siempre que, en Barcelona, paso por cierta calle del barrio de Gracia y por cierta calle del Ensanche, en las cuales vivió y donde le frecuenté un poco. De él lo que puedo decir, sin exagerar, es que fue un carácter extraordinario y un artista encantador. Su legado se mantiene vivo gracias a su muy activa familia y a la fundación para residencias artísticas que él creó –era, y en esto también era un caso único, no sólo un artista entregado y reconocido sino también un hombre de negocios de una perspicacia asombrosa--. Hasta poco antes de morir en Berlín, después de varias ordalías hospitalarias, muy debilitadoras, en Barcelona, desplegó una energía creativa y transformadora y una alegría de vivir, compartir y generar ideas y proyectos que eran tremendas. Con decir que la víspera de su fallecimiento aún estaba en Berlín manejando un martillo para remachar no sé qué clavo, no sé qué obra…
A saber adónde hubiera llegado. La ficha en internet resume así su vida: “Chema Alvargonzález (Jerez de la Frontera, 1960 - Berlín, 2009) artista conceptual mutidisciplinar. Desarrolló su carrera entre las ciudades de Barcelona y Berlín narrando la metamorfosis de ambas ciudades. Realizó sus estudios en la Escola Massana de Barcelona y en la Hochschule der Künste de Berlín. Su obra desarrolla una narrativa personal alrededor de la ciudad y el papel del hombre en el espacio urbano a través de El Viaje, La Luz y La Palabra. En 2006 fundó GlogauAIR [AIR significa Artistas en Residencia], un espacio de creación y de residencia para artistas en Berlín que funciona hoy en día. Creó así un punto de encuentro entre artistas de todas las disciplinas para trabajar en colaboración y para ampliar su práctica mientras exploran e interactúan con la ciudad de Berlín. Tras su fallecimiento se fundó La Memoria Artística Chema Alvargonzález para preservar y difundir su legado”.
Creo que el primer contacto que tuve con él fue gracias a una exposición en la galería de Carlos, o Carles, Taché, en Consejo de Ciento. Era el año 1999, eran tiempos expansivos en los que todo parecía todavía posible, y se titulaba “Vivo en las nubes”. La puerta de entrada a la galería hacía de ventana a la ciudad: dos secuencias fotográficas intercaladas servían como ventana a la ciudad: en una, el momento en que dos cabinas de funiculares de Montjuïc se cruzaban; en la otra unas escenas de besos de películas del cine clásico. Así, abriendo una ventana nocturna a la ciudad, se abría también el espacio de la galería para reflejar la idea de la vida en las nubes.
Dentro, si no recuerdo mal, había algunas soberbias fotografías suyas de gran formato de la serie “Sueño de ciudad”, en las que las ciudades, sus edificios, parecen suspendidos en las nubes, los altos edificios emergiendo de ellas. Creo que también había algunas grandes fotografías evocadoras que él, incansable viajero, tomaba desde la ventana de los aviones que tomaba para recorrer el mundo como si fuera el patio de su casa, ya que era capaz de convertir en obra atractiva cualquier cosa, cualquier instante. En la sala del fondo, bajando una rampa, había algunos ejemplos de lo que fue su serie más permanente y exitosa, las maletas con caja de luz. Como he dicho era un tipo de una visión de los negocios extraordinaria y muy exitosa, pero cuando tenía alguna puntual dificultad de liquidez recogía maletas viejas que encontraba en la calle, les instalaba una caja de luz y una de sus fotografías aéreas: así conseguía unos objetos a la vez viejos y modernos. Vendía esas maletas con gran facilidad. Como yo entonces también viajaba bastante, me encantaban, y ahora todavía me encantaría poseer una. La tendría instalada en un rincón del salón y me recordaría aquellos años de mi frivolidad en que tomaba el avión con la misma naturalidad con que ahora tomo el metro. Me haría soñar, no sólo en el pasado, sino también en las posibilidades de la aventura, del viaje, de despegar los pies del suelo; en la canción de Cat Stevens, que se escapa al aeropuerto, se sube al avión y se dice: “Lo hiciste a tiempo, chico, lo hiciste a tiempo”. Seguro que si se lo hubiera dicho Chema me hubiera regalado una…, o, mejor dicho, ya que hablamos tanto de un artista como de un gran negociante, me la habría cedido con un descuento sustancial, precio de amigo. Era un señor generoso, también hay que decir que a veces su expansividad vitalista le llevaba a crear entre sus amigos líos de vodevil.
Hay una clase de artistas –son pocos— que son muy solicitados por las instituciones porque pueden hacer instalaciones de grandísimo formato, se les puede confiar la resolución de espacios de dimensiones colosales. Chema era de estos, gracias a su interés por la palabra y la luz. Junto con las obras que acabo de describir a partir de fotografías, junto a sus maletas y sus oníricos y concretos “Sueños de ciudad” –era de Jerez, creció en Madrid y Barcelona, estudió en Londres y en Berlín, vivió un poco en todas partes— su serie más notoria y espectacular era la de las “Palabras corpóreas”, en las que proyectaba palabras aleatorias que le parecían sugestivas: era un lector compulsivo pero desordenado, leía confiado menos a la lógica que a la intuición y a la sugerencia, y a veces le pedía a sus amigos que le “cedieran” una palabra cara a ellos, y yo mismo le di alguna, no recuerdo cuál, palabras de luz sobre la fachada de edificios que celebraban aniversarios, inauguraciones u otra clase de efemérides.
Por cierto que entre sus palabras “corpóreas”, o sea proyectadas mediante luz sobre la piedra, palabras de color rosa, azul, etcétera, relucientes en la noche, solía aparecer en mayúsuclas la “AUSENCIA”, alusiva seguramente a la tristeza, al vacío causado por la pérdida en poco tiempo de varios miembros de su familia, a la que estaba muy unido pese a su vida trashumante –dos hermanas en accidente de coche, y el padre falleció poco después de pena--, en diferentes idiomas. Todos llevamos la carga de una tragedia u otra. Pero desde luego que Chema Alvargonzález no se recreaba en la melancolía, sino todo lo contrario. Le traté un poquito, en sus últimos tiempos, y seguía siendo la pura alegría de vivir. Cuando no estaba de viaje a Berlín salíamos de paseo por Barcelona y él no hablaba de sus operaciones ni de sus convalecencias y de lo que le estaba royendo; nos deteníamos ante los escaparates de las tiendas, que le sugerían ideas. Ya he dicho que prácticamente se murió con un martillo en la mano. Me parecía admirable. Así lo recuerdo: plantados ante una relojería, que es la tienda de la medición del Tiempo, comentando con mucho interés los mecanismos y los modelos de los relojes y de los despertadores.