El mejor cuadro de Dalí: un autorretrato
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El pasado domingo comentaba aquí la alegría –esa alegría iconoclasta, alegría de la destrucción, de la supresión del que se desembaraza de los trastos inútiles que ocupan espacio– que da ver el Dibujo de De Kooning borrado de Rauschenberg. Un dibujo efectivamente borrado y del que ya no queda traza, salvo algunos manchurrones, de la obra original de De Kooning a la que reemplaza, ventajosamente según el destructor, por el vacío, por la nada. Pero una nada en la que se puede ver todo, todo, además del gesto travieso de Rauschenberg. En ese dibujo borrado, ya que no se ve nada, se puede ver todo lo demás.
Relaciono ese vacío, esa ausencia –ausencia de De Kooning y de absolutamente todo– con el que me parece que es el mejor cuadro, un óleo tardío, que pintó Salvador Dalí (1904-89).
Digo que es su mejor óleo, no por la excelencia y precisión de su pincel en la representación de sueños y fantasías más o menos decadentes, más o menos angustiosas, más o menos escatológicas y más o menos kitsch, excelencia y precisión que, como todos sabemos, habían sido extraordinarias cuando aún estaba en posesión de todas sus facultades (al margen de si nos gustan o nos repelen aquellas visiones oníricas, un poco convulsas y caóticas), sino por su rareza y por su capacidad de evocación.
Es como si después de tan complicadas teatralidades, aquí el pintor se hubiera atenido a pintar la verdad desnuda. Que yo sepa nadie, salvo yo, ha perdido mucho tiempo en pensar en esta pintura nerviosa, algo desmañada.
Vi por primera y última vez este cuadro de 73 x 60 cm en Madrid en la retrospectiva del MEAC de 1983, en una sala última, después de haber contemplado sus logros de juventud y madurez. Y desde entonces ese camión de mudanzas me persigue e interpela. Cuarenta años acordándome de él, se dice pronto. Pero es que reminiscencias de ese óleo me han asaltado desde entonces cada vez que he afrontado, precisamente, una mudanza, y no han sido pocas, y viendo las cosas mías –el botín de mi vida, por así decirlo– que, empaquetadas mejor o peor en sus cajas de cartón, vida reducida a bultos, salían de la vivienda que abandonaba, me entregaba a elementales meditaciones sobre el valor incierto de las cosas (muebles, bibliotecas, etcétera) con las que convivimos con naturalidad y que unos tipos forzudos metían en el camión.
No estoy seguro de si hay que envidiar o compadecer a quien nunca o casi nunca se ha mudado. Dicen que tres mudanzas equivalen a una ruina. Como he dicho, llevo ya algunas.
A decir verdad, cada vez que veo en la acera un camión de mudanzas con las puertas abiertas y a los forzudos vestidos con mono de trabajo metiendo o sacando cosas, me digo a mí mismo: “Llegaremos más tarde, hacia las cinco. Un camión de mudanzas”. Y hasta cuando veo, o veía, aparcada en una esquina o circulando por las calles de Barcelona alguna furgoneta con el rótulo “Mudanzas Trallero” o “Gil Stauffer”, pienso en ese cuadro y me acuerdo de Dalí (al que tuve el gusto de conocer, pero esto ya lo he contado varias veces, hago gracia al lector del relato de nuestra larga conversación, amenizada por sus graciosas excentricidades).
Qué cuadro más extraño. Dalí pintó Llegaremos más tarde, hacia las cinco. Un camión de mudanzas en 1983, cuando Gala ya había muerto y él ya estaba enfermo de párkinson. La escena, vista desde dentro del camión, al fondo de la caja de carga o remolque, donde él, que era tan señorito, seguramente nunca estuvo, no tiene nada que ver con las cosas que pintaba habitualmente. Muestra la caja medio vacía de un camión, desde dentro, con algunos objetos más o menos informes, y al fondo de la perspectiva formada por las paredes, el techo y el suelo, junto a la puerta, dos figuras humanas borrosas y sombrías que recuerdan vagamente a caballeros velazqueños, esos sí tan reiterados en la obra de Dalí.
No hay aquí nada de la blasfemia y terror de su juventud surrealista, ni de las figuraciones triunfales, de las celebraciones católicas, atómicas y espectaculares, de los juegos de espejos de los años de madurez y plenitud, plasmados con maravillosa factura. Sólo un espacio funcional medio vacío, un desorden formal empastado de colores marrones y negros, con algún gracioso detalle de color proporcionado por los collages y el exterior representado por un papel de pared amarillo, rayado por la silueta de unos árboles.
Dalí, que iba y venía entre Nueva York y Portlligat, debió de recibir y enviar muchos camiones así, que transportaban los cuadros que pintaba en su casa y los objetos disparatados que le gustaban y con los que la decoraba. La frase “Llegaremos más tarde, hacia las cinco” seguramente se la dirían por teléfono los transportistas, avisando de un retraso, o la diría él mismo, advirtiéndoles que no podría llegar puntual a Portlligat para recoger el cargamento.
Un recipiente, un contenedor vacío, a la espera. Llevando a su conclusión lógica el célebre aforismo de Aristóteles según el cual “La Naturaleza tiene horror al vacío”, el filósofo y poeta italiano Ceronetti sostiene, ya no recuerdo dónde, quizá en El silencio del cuerpo, que “todo lo que está vacío, el vacuum lucreciano, el desierto, una fosa, una habitación, una carcasa, un estuche, es una parte del Gran Misterio, significa la espera de Alguien o una Presencia oculta”. Es lo de Machado: “Quien habla solo espera hablar con Dios un día.”
Siento todo eso cuando pienso en este cuadro a la vez banal y enigmático. ¿Quería aludir a ello Dalí cuando lo pintó? El filósofo Ignacio Gómez de Liaño colaboró y habló mucho con Dalí, y recogió las explicaciones sobre esta pieza misteriosa que le daba a su gran amigo Antonio Pitxot: “Lo que se ve en ese interior no es más que la escena cotidiana de un camión de mudanzas, en el que se mezclan los objetos más triviales, cubiertos de mugre, con otros lujosos […] Cada cual tiene su propia interpretación, que es siempre imagen y proyección de su persona. Cada uno ve lo que es él mismo. En fin, siempre en cierta manera estamos haciendo autorretratos”.
Frases que vienen a confirmar mi intuición de que El camión de mudanzas es en realidad un autorretrato. Nada complaciente, por cierto.