El 'Dibujo de De Kooning borrado'
El otro día, en la sala Oval del Museu Nacional d'Art de Catalunya (MNAC), vi una obra de Setxu Xirau Roig, un artista nacido en Canet de Mar en 1968. Se trata de un corzo disecado, mirándose en un gran espejo. Estaba encerrado en un cuarto, y sólo se podía contemplar a través del vidrio de un ojo de buey practicado en una de las paredes, obligándote a convertirte en un voyeur, según una estrategia que me recordó el Étant données, la última obra maestra de Duchamp. Uno se veía convertido en el mirón de un corzo (muerto) que a su vez se miraba.
Xirau utiliza con frecuencia animales “naturalizados” o sea disecados, en actitudes humanas: un humanimal, en sintonía con las nuevas ideas ecológicas, con la conciencia de nuestra proximidad a los animales y de nuestra condición de exterminadores de las especies. Este animal en concreto, este corzo, impactaba ya por su sola belleza, su silueta delicada, sus finas patas, y observarlo en su dialéctica con el espejo te disparaba la imaginación hacia cien sitios y cien ideas.
Estuve pensando en cuán a menudo los artistas de hoy utilizan los animales disecados como analogía, como sugestión, como metáfora de nosotros mismos. Y recordé la gran retrospectiva de Robert Rauschenberg (1925-2008) que vi en la Tate Modern de Londres en la primavera de 2016. Ni mucho menos todo lo de Rauschenberg me gusta, pero allí figuraba como un misterioso ídolo pagano su pieza maestra y rompedora: Monogram: una cabra de angora disecada, manchada de pintura, con un neumático de camión ceñido al cuerpo, dispuesta sobre una plataforma de madera con ruedas, entre objetos diversos (papeles pintados, una pelota de tenis, media suela de zapato, la manga arrugada como un guiñapo de una camisa); una imagen de impactante presencia que, en su día, debió de ser hasta escandalosa –por lo que tiene de cosificación del animal como un recurso, como material, como una herramienta más para componer una obra de arte-- cuando la expuso por primera vez a mediados de los años sesenta.
Así se fundó el arte pop, casual, mundanal y desenfadado, en reacción contra la seriedad trascendente y heroica del expresionismo abstracto. Ahora ya estamos acostumbrados a ver burros, toros colgando de los techos, tiburones en piscinas de formol, o el perro vivo, con una pierna pintada de color violeta, en un cercado, de Pierre Huyghe que pude ver en el 2012 en la Documenta 13 de Kassel (por cierto, que ahora Huygue expone en la bienal de Venecia, en la Punta della Dogana, que es exactamente donde ahora debería estar yo, si el mundo fuera perfecto. Pero soy de buen conformar, y con mirar su catálogo en internet me apaño…), pero creo que, aparte de Dalí, que en el vestíbulo de su casa de Portlligat tenía un oso blanco erguido, con collares al cuello y una lámpara en la mano, bajo un retrato de José Antonio Primo de Rivera, el primero en usar animales disecados con objetivos artísticos fue Rauschenberg.
Se ha hecho tan célebre Monogram, que se han escrito sobre ella ríos de tinta y sabemos al detalle su historia. Rauschenberg vio esa cabra, cubierta de polvo, un viernes de 1955 en el escaparate de una decadente tienda de artículos de segunda mano de Nueva York, donde vivía, y se le ocurrió que con él podría hacer algo interesante. El tendero le pidió por ella 35 dólares. Él era un artista joven y algo apurado económicamente, y sólo llevaba encima 15 dólares. Le dejaron que se llevase la cabra si volvía al día siguiente con el resto del dinero. Al día siguiente, cuando volvió con 20 dólares más para cancelar su deuda, la tienda ya había cerrado. De manera que si llega a tardar un día más, Monogram no hubiera llegado a existir. Seguiríamos con los brochazos –interesantes, no lo discuto-- del expresionismo abstracto.
La semana que viene explicaré las diversas interpretaciones que los máximos expertos han dado a esta pieza icónica, y creo que el lector pasará un buen rato leyéndolas. Ahora quiero acabar hablando un poco de otra obra de Rauschenberg, el dibujo también célebre, que también vi en la Tate y que vuelvo a ver de vez en cuando, mirando sus reproducciones en internet. Es el Erased De Kooning drawing (Dibujo de De Kooning borrado), de 1953. Una vez, el gran fotógrafo Manolo Laguillo me dijo: “Esta obra es la que me convirtió a mí en artista”.
Como se ve, no tiene ningún valor plástico especial, y sólo aspira a la categoría de obra de arte porque está enmarcada y porque al pie del marco figura el título, que es decisivo y sustancial. Si no conociésemos la historia tras el cuadro, éste quizá ya sería interesante por su propia naturaleza enigmática:
¿Qué representaba el dibujo antes de ser borrado?; al no verse nada del dibujo, ¿no se nos dispara la imaginación hacia todas las posibilidades canceladas?; ¿Por qué se borró?; ¿Por qué se expone algo que en realidad no es nada?; ¿Acaso se trata de un homenaje de Rauschenberg a un artista de mayor edad, una manera de transmitir el mensaje de que De Kooning es tan grande, tan interesante, que cualquier cosa que provenga de él, incluso su lista de la compra, incluso una hoja de papel con un dibujo del que sólo quedan leves trazos y algunas manchas, tiene un gran valor?; y ¿por qué lo expone Rauschenberg, si el dibujo, o mejor dicho el-ya-no-dibujo, su borroso trazo, no es suyo?
Y, si esa hoja de papel enmarcada no fuese obra de De Kooning, sino de cualquier pintor desconocido, ¿tendría menos valor?
Quizás estas preguntas que uno inevitablemente se hace si no conoce la historia de esta obra puedan ya ser fértiles, en cierta forma. Pero es la anécdota de cómo se produjo el “dibujo borrado” lo que le da su gracia. La contaré ahora brevemente, y líneas más abajo diré por qué encuentro admirable este dibujo borrado, esta nada.
El holandés asentado en Nueva York Willem de Koonig (1904-1997) era entonces una figura consagrada del escenario del arte contemporáneo, una figura de reputación mundial; y Rauchenberg un joven principiante desconocido que trabajaba en una estética totalmente distinta a la que aquel seguía. Un día, el joven llamó a la casa del pintor consagrado, le dijo que él también era artista y que venía a pedirle un dibujo suyo, para borrarlo. Este propósito, la verdad es que a De Kooning no le gustó mucho. No llega uno a crear imágenes de un valor reconocido artística y económicamente para que venga un joven iconoclasta a decirte que quiere destruir lo que has creado. Lo mires como lo mires, es una falta de respeto.
Le advirtió de que se estaba equivocando, que no era por ahí por donde debería ir, pero que aun así él iba a acceder a su petición, le iba a entregar un dibujo. Gratis. “Pero es un dibujo que me gusta bastante y le va a costar borrarlo”, porque el papel estaba muy impregnado de materia. Y efectivamente, Rauschenberg tardó bastante en borrar el dibujo, que no sabemos lo que representaba. (Aunque ahora se está investigando, recurriendo a las más modernas técnicas, porque hay gente que le sobra el tiempo para perderlo en el conocimiento más vacuo que se le ocurra).
Me gusta el gesto conceptual y destructivo del artista que, en vez de dibujar, borra; pero que, borrando, realmente dibuja, crea otro fenómeno, y, por cierto, que de una trascendencia mucho mayor en la historia del arte contemporáneo.
Me gusta el atrevimiento de la solicitud de Rauschenberg, la ambigüedad implícita en el hecho de que no sepamos a ciencia cierta de si por su parte se trataba de una forma simbólica, ritual, factual, de “matar al padre” con una travesura, o, al contrario, era “una celebración”, como él dijo en cierta ocasión: una especie de homenaje caníbal.
Pero también me gusta, me gusta más, el gesto de De Kooning, que pudiendo cerrarle la puerta al otro en sus narices, como hubiera hecho, por ejemplo, Picasso, aceptó participar en el juego y se resignó a sacrificar uno de sus dibujos, y además uno que, según le dijo, le gustaba especialmente.
Me gustaría saber qué pensaría al enterarse de que, una vez ultrajado a conciencia, una vez el papel aligerado de todo rastro de su arte –salvo en el título: pero ya hemos dicho que el título aquí es sustancial— el dibujo se había convertido en una obra mundialmente famosa. Pero una obra ya no suya, sino de Rauschenberg…