Javier de las Muelas (Barcelona, 1955) es una leyenda viva del mundo del cocktail y la restauración. Lleva más de 40 años mezclando sabores, colores, olores. Nick Havanna, Casa Fernández, Montesquiu y, sobre todo, Dry Martini, inmortal coctelería de la calle Aribau. Su local ha sido testigo -y a veces, protagonista- de la historia reciente de Barcelona: del esplendor preolímpico, cuando todo florecía, a las ilusiones perdidas. Todo ha pasado en Dry Martini: las altas pasiones y las bajas, la historia grande y la pequeña, las bienvenidas y los adioses. Y mientras, Javier de las Muelas sigue embrujando con ginebra, vermut seco y tres aceitunas. Los placeres sencillos son un refugio en los tiempos difíciles, decía Wilde.
- Pensé que era un nostálgico cuando inundó el Dry Martini de fotografías en blanco y negro de sus amigos de juventud.
En 1982, la fotógrafa sueca María Espeus retrató a 165 personas de la Barcelona de entonces. Ahí estábamos todos: Mariscal, Ramón de España, Pau Riba, Gato Pérez, Rosa Vergés, Jaume Sisa, Peret… Éramos los modernos de entonces. Barcelona estaba eufórica, todo por hacer. Nos queríamos comer el mundo.
- ¿Y después?
Después, la realidad. Había que ganarse la vida, ser más práctico. A algunos les ha ido mejor y a otros les ha ido peor. Muchos han fallecido ya. Fue bonito volver a vernos y celebrar los años que pasamos juntos. Soy un nostálgico confeso, y creo que la nostalgia está denostada.
- ¿Qué ha cambiado?
Ya no somos jóvenes, ni guapos, ni tenemos las ilusiones intactas. La sociedad no era tan individualista como ahora, nos apoyábamos entre todos. A la generación de hoy le faltan grandes sentimientos colectivos, como los que teníamos antaño. No hay intención de crear cosas bellas, todo es inmediato y banal. Parte de la culpa es de internet, que genera formas de relacionarse muy falsas.
- ¿Y Barcelona?
Debe recuperar la ilusión perdida. Me gustaría que tuviera más brillo en la mirada. Hay mucha gente sufriendo, pasándolo mal. Y eso se transmite en el día a día. Percibo mucha agresividad en la forma de caminar, en los gestos, en las respuestas. Y además, ha perdido la elegancia. Es revolucionario ser elegante hoy.
- Barcelona está llena de chanclas y chándales.
Y los nuevos negocios son uniformes, sin clase. Las calles tienen las mismas tiendas, los mismos bares. Y ya no quedan grandes restaurantes.
- ¿No quedan grandes restaurantes?
Ni en Barcelona, ni en casi ningún lugar del mundo. Aquí, el último fue el Drolma, en el Hotel Majestic. Recuerdo todos mis templos perdidos: el Salón Rosa de Paseo de Gràcia, la cafetería El Oro del Rhin, el bar La Luna, en plaza Catalunya; El Reno de calle Tuset o La Puñalada, en paseo de Gràcia. Me los han quitado todos. Me gustaba el servicio de antes, a la francesa, con sommelier, maitre, barman y aprendiz. Me gustaba almorzar solo, sin ninguna excusa más que mi propio deleite.
- ¿Por qué cierran?
Los tiempos han cambiado, la gente ya no está dispuesta a pagar por un gran servicio… A mí me hubiera gustado ser millonario para comprar los restaurantes que amo. Aún hay lugares donde me siento a gusto, como Via Veneto. O Lhardy en Madrid. Me gusta Horcher, pero deberían actualizar sus moquetas. En Nueva York me quitaron el Four Seasons, en el edificio Seagrams que hizo Mies van der Rohe. Fui unas semanas antes de que cerrara. Guardo el último menú, que pedí que me lo firmaran. Era un restaurante que cambiaba los árboles que tenía conforme a la estación del año en la que estabas. Se respiraba poder, podías encontrar en una esquina a Kissinger.
- ¿No le motivan los restaurantes modernos?
No tienen alma.
- ¿Y la coctelería?
Lo respeto todo, pero yo soy más austero. Creo que la genialidad es mezclar dos ingredientes, no ocho. Ni formar árboles de Navidad o figuras escultóricas. Me gusta la sobriedad, la sencillez, la humildad.
- ¿Se considera conservador?
No, soy muy transgresor. Pero para hacer música moderna tienes que conocer a Mozart, a Beethoven, a Mahler. Y para ser un artista contemporáneo tienes que conocer la pintura realista.
- Ha sido un gran anglófilo.
Me gusta que vayan a contracorriente, como ese conducir por la izquierda. Quizás hay demasiada literatura en Londres. La niebla, los taxis… Pese a todo, soy más americano. El inglés es muy clasista. Con todas sus sombras y mentiras, me apasiona la cultura yankee. El American Dream, poder comerte el mundo. Llegas a Manhattan y te envuelve la historia. En esta esquina se escribió el pasado; en esta otra murió un capo de la mafia… Nueva York es poder: puedes entrar a un restaurante cualquiera y que tenga 14 obras de Andy Warhol en las paredes.
- Y el cine…
La primera vez que me adentré en la ciudad pensé “esto ya lo he vivido”. Tantas películas en blanco y negro… Y aquellos hoteles, y aquellos restaurantes. Yo mismo he querido que en mis bares se rodaran escenas de la vida cotidiana; que comenzaran unas historias de amor, y que acabaran otras.
- Tiene miles de recuerdos y cachivaches en el despacho.
El guión de Instinto Básico, con Sharon Stone; Basquiat, que me emociona; cómics, el vaso en el que Tarantino se tomó un Tommy's Margarita en el Dry Martini, una vieja edición del Gran Gatsby… Mi vida es esto.
- ¿Tarantino en Dry Martini?
Siempre que va a una ciudad elige una coctelería. Y si no le gusta, se va. Se quedó aquí cinco horas y dijo que era el bar que más le había gustado en toda su vida.