El martes de la semana pasada, dos personas fueron localizadas sin vida en el interior de sus respectivos domicilios de Mollet y Montornès del Vallès, en Barcelona. Además de residir a pocos kilómetros, los dos fallecidos tenían en común que eran mayores, estaban enfermos y que murieron en soledad. Si bien las muertes naturales no suelen ocupar espacio en los medios de comunicación, fuentes policiales consultadas lamentan que los casos de personas de edad avanzada que fallecen solas son cada vez más recurrentes.
Las cifras son irrefutables. Un estudio elaborado por el Observatorio Social de la Fundación La Caixa en 2021 reveló que casi el 70% de los mayores de 65 años experimentan sentimientos de soledad, y en el 14,8% de los casos este estado se considera grave o muy grave. Aun así, son cada vez más los ancianos que viven solos, y no siempre de forma elegida. Así lo expresa Sara Berbel Sánchez, doctora en psicología social, que subraya que debe diferenciarse entre la soledad escogida y la no deseada. Aunque la primera opción vital dota de autonomía y estimula el crecimiento personal y la introspección, los estudios sugieren que, a la larga, el aislamiento social nunca es positivo para nadie.
El individualismo
El principal culpable de la soledad, cada vez más acuciante en nuestra sociedad, analiza Berbel, es el individualismo, una tendencia psicosocial por la que se otorga la primacía al individuo por encima de la colectividad. Si bien tiene aspectos positivos, matiza la doctora, porque da libertad e independencia a las personas, también debilita los lazos familiares y las relaciones comunitarias.
“Desde 1840 las familias son cada vez más pequeñas”, destaca Berbel, que añade que hasta la Revolución Industrial los núcleos familiares eran extensos, sobre todo en las zonas agrícolas. Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XIX la tendencia ha ido avanzado hacia una vida más urbana, con familias de tipo nuclear. “Cuando las sociedades mejoran sus niveles de educación y de salud, cuando hay crecimiento socioeconómico, aumenta el individualismo”, asegura. No solo eso, sino que estos avances, añade, están directamente relacionados con el desempeño de trabajos liberales, de oficina fundamentalmente, frente a los colectivos, industriales o de fábrica. ¿Quiere decir esto que los avances sociales no son buenos? Berbel es tajante: “No, pues conduce a un mayor grado de autonomía y de libertad de las personas, pero en paralelo se debilitan los lazos familiares, comunitarios y de amistad”.
Edadismo y brecha digital
Existen también otros factores tras el problema creciente de la soledad en nuestros días, añade la doctora en psicología social. Por una parte destaca el fenómeno del edadismo, una forma de discriminación por cuestión de edad: “Si no cambiamos la consideración social de las personas mayores y comenzamos a admirarlas, a encontrar belleza en ellas, a conocer sus vidas, sus logros y sus necesidades, será muy difícil que puedan vivir vidas dignas. Y todo esto está estrechamente ligado a la soledad”.
Por otra, subraya la irrupción de las nuevas tecnologías, que han dinamitado las relaciones sociales directas, así como el contacto físico e íntimo entre las personas. “Ya nadie queda, todo el mundo se escribe por la red, pero tener 5.000 amigos en redes sociales puede significar no tener a nadie. Esto también es soledad”, matiza Berbel. En este sentido, paradójicamente, la generación Z tiene uno de los índices más altos en cuanto al sentimiento de soledad. De hecho, un estudio elaborado por la Fundación Once en 2022 revela que las generaciones Z y milenial son significativamente las que más han sentido la soledad: un 16,5% se ha sentido solo sin desearlo de manera frecuente o muy frecuente. Si los jóvenes hiperconectados se sienten solos, en el caso de los mayores se suma, además, la brecha digital que los aísla del resto de la sociedad.
Un problema de salud pública
Los efectos de la soledad no deseada son palmarios. Los estudios más recientes muestran que no solo produce tristeza, desaliento o depresión en los casos más extremos, sino que más allá del impacto psicológico activa los mismos centros cerebrales que produciría una enfermedad física. “Debe considerarse como un problema de salud pública, como en Inglaterra, donde ya cuentan con una secretaría de Estado”, reivindica Berbel.
Ante este problema social, en los últimos años las Administraciones han comenzado a tomar conciencia y medidas para mitigarlo. Aun así, expresa la psicóloga, nos encontramos en un estadio incipiente: “Las agencias de salud pública tienen que tomarse este asunto como un tema prioritario, porque este fenómeno, además, está relacionado con el problema de los suicidios”.
Programas para mitigarla
El problema de la soledad no deseada podría mitigarse reforzando las relaciones sociales de las personas mayores, con dinamización social en los barrios o con el desarrollo de apps, sugiere Berbel. “También replicando en los barrios la vida de un pueblo --donde las relaciones son más comunitarias que en las grandes ciudades-- ofreciendo espacios para que la gente se pueda reunir. Si convertimos los barrios en pueblecitos puede conllevar vidas con más relaciones sociales”. Por último, propone, mediante programas intergeneracionales, en los que se proporciona alojamiento a jóvenes que lo necesiten en el domicilio de personas mayores en situación de soledad y de necesidad de compañía.
Un ejemplo de este tipo de iniciativas es el programa de éxito Viure y Conviure de la Fundación Roure, que desde 2017 pone en contacto a estudiantes universitarios que buscan alojamiento en Barcelona y alrededores con personas mayores que sufren soledad. Se trata de un programa solidario e intergeneracional que da cobertura a dos necesidades: por un lado la de la dificultad a la que se enfrentan los estudiantes para encontrar una vivienda que puedan pagar y por otro la falta de compañía de los mayores.
109 convivencias
El proyecto echó a andar en 1996 de la mano de Caixa Catalunya, pero en 2016 se suspendió. Sin embargo, tras el éxito cosechado, las psicólogas participantes decidieron continuar ofreciéndolo. Pudieron hacerlo al auspicio de la Fundació Roure. Es el caso de Olga Ibáñez, psicóloga del programa Vivir y Convivir, la iniciativa que solo el año pasado estableció 109 convivencias en Barcelona ciudad y alrededores.
Se trata de que jóvenes menores de 30 años (o 35 en el caso de doctorados) y personas mayores de 65 años que sufran soledad no solo vivan, sino que convivan. “No hay intercambio económico. El estudiante paga con su compañía”, explica Ibáñez, que precisa que los jóvenes tienen que cumplir con obligaciones como no salir de noche --salvo un día a la semana-- y dedicar un mínimo de dos horas diarias a la persona mayor que le acoja en su casa.
Acercar a dos generaciones
El programa permite acercar de nuevo a dos generaciones que antes se conocían, pues abuelos y nietos formaban parte de la misma unidad familiar, pero que con el cambio de modelo de sociedad se han ido distanciando hasta convertirse en desconocidas.
El tiempo mínimo que deben pasar juntos es un año, aunque no hay límite siempre y cuando ambos beneficiarios estén de acuerdo. “El estudiante que más tiempo ha estado en la casa de un usuario ha estado 10 años. Era uno más de la familia, iba a todas las bodas, bautizos…”, recuerda Ibáñez, que asegura que se crean relaciones intergeneracionales “muy bonitas y estrechas” entre los jóvenes y los mayores. Además, una vez finalizado el programa suelen mantener el contacto.
Una ventana abierta al mundo
Si bien Ibáñez coincide con Berber en que la soledad afecta a todas las franjas de edad, en el caso de las personas mayores se ve más agudizada. “La vida se va alargando cada vez más, pero los amigos se les van muriendo y se quedan solos”. Por eso, la presencia de “un alma joven”, asegura la psicóloga, les hace estar más tranquilos, dormir más y visitar menos al médico porque tienen con quién hablar. “En general están más contentos, vivir con una persona joven es tener una ventana abierta al mundo”.
Por su parte, los jóvenes, además de cubrir las necesidades de vivienda disfrutan de una experiencia enriquecedora. Les hace tener más consideración hacia sus padres y abuelos y aprenden a convivir a la vez que experimentan un primer paso hacia la independencia.
"La soledad me estaba matando"
Carles Ayerbe es uno de los beneficiarios de este programa. Hace siete años que este vecino de Barcelona de 83 años acoge a estudiantes en su casa. Después de dos años sumido en el luto por la muerte de su esposa y de atravesar un duelo muy traumático, descubrió el programa Vivir y Convivir cuando leía un reportaje en el periódico. “La soledad me estaba matando”, recuerda Ayerbe, que asegura que pasó “días enteros sin escuchar la voz de nadie”. La soledad y la congoja lo empujaron a inscribirse. “Me ha cambiado la vida”, asegura.
Siete años después por su casa han pasado siete estudiantes llegados de Girona, Perú, Argentina, Colombia e Irán. La última es Carolina Torres, una estudiante colombiana de 26 años que recaló en Barcelona para estudiar su maestría hace dos. “El primer año estuve en una habitación, pero por situaciones personales y económicas no me era posible pagar la vivienda para continuar con mis estudios. A través de una amiga conocí la fundación que me acogió y que me proporcionó un lugar en el que vivir, además de compañía, porque como persona migrante no tengo familia aquí”, expresa Torres.
"Ahora estoy contento y activo"
Carles, casi 60 años mayor que ella, no dudó en abrirle las puertas de su casa. Desde hace un año ambos comparten piso en Barcelona y se brindan compañía. La gran diferencia de edad no ha sido un impedimento para encontrar gustos e inquietudes comunes. Además de pasear juntos, ver películas o jugar al dominó, después de cenar Carles y Carolina charlan largo y tendido. “Hablamos de muchas cosas: de música, de arte, de cómo nos ha ido el día, de temas personales o sobre cómo nos sentimos”, expresa ella, que asegura sentirse muy agradecida tanto con la fundación como con su acogedor, al que ya considera parte de su familia. “Recomendaría esta experiencia, que está siendo maravillosa, porque te permite aprender de personas que tienen experiencia y que con su sabiduría te pueden guiar, mostrarte otros caminos y ayudar a que tu situación sea mucho más fácil”.
Por su parte, Carles asegura que convivir con jóvenes le ha cambiado la vida. “No estamos hechos para estar solos. La compañía es básica para tener una vida normal y tranquila”, reivindica. “Ahora puedo comentar mis cosas, compartir mis problemas y mis alegrías con otra persona”, expresa este beneficiario, que anima a que otras personas en su situación se unan al programa. “Estoy contento y tengo una vida activa”, celebra.