Cuentan que al principio de nuestra era, el Mont Saint-Michel (en aquel entonces un solitario islote llamado Mont Tombe) se elevaba sobre el legendario bosque de Scissy. Un inhóspito territorio cubierto de árboles que se transformó en bahía durante la violenta marea equinoccial del año 709. Algo bastante improbable ya que, según los expertos, no existe ninguna evidencia científica de semejante cataclismo. Sea como fuere, su ubicación en la desembocadura de los ríos Couesnon, Sée y Sélune, justo en la frontera entre Normandía y Bretaña, ha sido determinante en el devenir de esta imponente fortaleza-santuario bautizada como la Maravilla.
El origen legendario de un lugar extraordinario
Para encontrar el origen de la abadía, Patrimonio Mundial de la Unesco desde 1979, debemos retroceder hasta el siglo VIII. Fue en esa época remota cuando, según cuenta la leyenda, el arcángel San Miguel se le apareció en sueños, hasta en tres ocasiones, a san Aubert, obispo de Avranches, instándole a levantar un santuario en su honor en el Mont Tombe, un enclave que los druidas y los galos ya consideraban sagrado. Fue así como, piedra a piedra, se construyó sobre la accidentada orografía del peñasco el templo primigenio consagrado a San Miguel el 16 de octubre del año 709. Aunque no fue hasta el siglo X cuando se levantó la primera abadía benedictina a cuyos pies se desarrolló el burgo medieval que apuntala su majestuosa silueta.
Hoy tiendas de souvenirs, restaurantes y hoteles se apiñan a ambos lados de la calle principal de la vieja ciudadela. Son los herederos de las antiguas posadas y tabernas que asistían a los cientos de peregrinos que acudían hasta aquí durante la Edad Media. La Mère Poulard es uno de los establecimientos más emblemáticos. Fundado en 1888 por Annette Poulard, es famoso por su tortilla soufflée y resulta una parada casi obligatoria para los visitantes.
Un prodigio de la arquitectura monástica medieval
A este formidable complejo amurallado, donde todo se ha construido adaptándose a las características de las rocas, se entra por la puerta Bavole. Desde aquí alcanzamos la Gran Rue, no la única, pero sí la principal vía estrecha y serpenteante, que nos conduce hasta las empinadas escaleras que dan acceso a la abadía.
El recinto monacal se estructura básicamente en dos partes: la iglesia abacial, precedida de una enorme explanada con impresionantes vistas sobre la bahía, y la famosa Maravilla que comprende las estancias reservadas a los monjes. Un grandioso conjunto arquitectónico, estructurado en diversos niveles, en el que destacan el claustro abierto con jardín y vistas al mar, sin duda uno de los espacios más espectaculares; la sala de caballeros con sus dos filas de columnas nervadas y dos chimeneas para combatir el implacable frío húmedo del mar, y el magnífico refectorio de techos altos y ventanas estrechas. La Maravilla es por derecho propio una obra maestra, donde convergen distintas épocas y estilos, construida con una proeza técnica extraordinaria.
El arcángel y la doncella
Testigo excepcional a lo largo de sus más de 13 siglos de historia, el Mont Saint-Michel se convirtió desde su fundación en un importante foco de peregrinación de la cristiandad; en un prominente centro cultural durante el medievo, pero también en un disputado enclave estratégico, especialmente relevante, durante la guerra de los Cien Años. Fue precisamente al final de este convulso periodo, que enfrentó durante más de un siglo a Francia e Inglaterra, cuando la abadía recibió la visita de uno de los personajes más ilustres que han pasado por allí: Juana de Arco. Conviene recordar que fue el arcángel San Miguel, “príncipe de la milicia celestial”, quien se apareció a “la doncella” para pedirle que liberara Francia de la dominación inglesa.
Al finalizar la Revolución Francesa, las propiedades de la iglesia fueron declaradas “bienes nacionales”. Los monjes de Saint-Michel fueron expulsados del “Monte Libre” para, irónicamente, convertirlo en una terrible prisión. El penal fue clausurado en 1863 dejando el recinto en un estado lamentable. Apenas una década después, en 1874, el complejo monacal fue declarado Monumento Histórico Nacional y se acometieron los trabajos necesarios para su profunda restauración.
Mareas y arenas movedizas
Desde su creación el monumento ha sido una constante fuente de inspiración. El gran escritor del romanticismo francés Victor Hugo dijo que “el Mont Saint-Michel es para Francia lo que la Gran Pirámide es para Egipto”, y parece ser que el célebre compositor Claude Debussy basó en la abadía su famoso preludio titulado La catedral sumergida.
Esta fortaleza rocosa está envuelta en un magnífico paraje que cambia de aspecto dos veces al día. Mientras las aguas se retiran por la influencia de las mareas el monte permanece rodeado por un extenso “mar” de arenas movedizas. Un paisaje único e insólito, hábitat natural de miles de aves. Durante las horas que dura la bajamar es posible pasear por este fantástico, aunque peligroso, entorno por lo que es recomendable hacerlo con un guía experimentado. En cambio, cuando sube la marea, las aguas la transforman en una suerte de altiva nave anclada en la inmensidad de la costa normanda. Un extraordinario espectáculo de la naturaleza que se agudiza durante las grandes mareas equinocciales, cuando el mar llega a retroceder hasta 18 kilómetros para después regresar fuerte e implacable cubriéndolo todo. Solo entonces el Mont Saint-Michel recupera plenamente su condición insular convirtiéndose en una plaza inexpugnable cuya desafiante presencia se impone en el variable paisaje de la bahía.