En mayo de 2021 Sotheby’s subastó en Nueva York uno de los cuadros de su famosa serie de nenúfares. Le Bassin aux nymphéas superó todas las expectativas alcanzando los 70,3 millones de dólares. El lienzo en cuestión es uno de los muchos que pintó en los espléndidos jardines del que fue su hogar durante más de cuatro décadas.
A Claude Monet (París, 1840 – Giverny, 1926) le encantaba plantarse en mitad del campo con su caballete y estampar en sus telas los paisajes cambiantes que se desplegaban ante sus ojos. Además fue un apasionado de la jardinería y la botánica. “Excepto la pintura y la jardinería, no sirvo para nada”, solía decir.
Descubrimiento de Giverny
El jardín era el denominador común de algunos de los lugares que habitó. Pero fue en Giverny donde finalmente encontró su paraíso terrenal y pudo dar rienda suelta a su imaginación: “Estoy encantado. Giverny es un país espléndido para mí”. Situada al norte de París, en la región de Normandía, se encuentra esta encantadora localidad francesa de apenas 300 habitantes. Allí vivió el pintor desde 1883 hasta su muerte el 5 de diciembre de 1926.
El maestro impresionista transformó cada rincón de su residencia en un extraordinario estudio floral que inspiró sus cuadros más famosos, un bello espacio pictórico claramente reconocible en su codiciada obra.
El pintor interiorista
La mano y la mirada de Monet se perciben inmediatamente en la casa, un bello edificio alargado de fachada rosa y amplias ventanas pintadas de verde intenso. Él mismo supervisó la decoración, imprimiendo su sello personal en todas las estancias.
Su dormitorio, decorado con obras de sus queridos amigos Pisarro, Renoir, Manet o Cézanne. El espectacular comedor que ordenó pintar en alegres tonos amarillos, algo muy moderno para la época. La impresionante cocina, totalmente alicatada con azulejos de cerámica de Rouen, estaba equipada con todo lo necesario para que Marguerite, su fiel cocinera, pudiera elaborar los deliciosos platos que tanto le gustaban. Y dos de sus grandes pasiones aún se conservan intactas en el “salón azul”: sus volúmenes de botánica y su magnífica colección de estampas japonesas.
El atelier de los “viejos recuerdos”
Apenas a unos pocos pasos de este exquisito gabinete se encuentra el primer atelier de los tres que tuvo en Giverny. Un auténtico santuario consagrado a su arte de cuyos muros cuelgan reproducciones de sus pinturas (los originales se encuentran en el Museo Marmottan Monet de París). “Viejos recuerdos”, los llamaba. Allí conservaba una obra de cada etapa de su vida: “Las playas de Normandía, Inglaterra, Noruega, Belle Île, el Sena, el mediodía, Italia, mi jardín…” le explicaba el pintor, in situ, a Marc Elder, relata Adrien Goetz (escritor, crítico de arte y profesor titular de Historia del Arte en la Sorbona) en Monet en Giverny, uno de los numerosos libros de la tienda de souvenirs ubicada en un extremo del jardín, en el que fue su tercer estudio.
Ya en el exterior, malvarrosas, peonías, glicinas, margaritas, amapolas, narcisos, dalias, capuchinas o petunias se arremolinan en los coloridos parterres que envuelven la alameda central recubierta de arcos. Es el Clos Normand, así llaman al inmenso jardín floral, de aproximadamente una hectárea, que se despliega frente a la que fue su última morada.
Pero el “jardinero” que llevaba dentro necesitaba más. Más perspectivas, más siluetas, más colores, nuevas “naturalezas vivas” que lo cautivaran. Necesitaba otro jardín. Y lo encontró muy cerca.
El “jardín de agua”. Su gran obra
En 1893 Claude Monet compró unos terrenos situados frente a su propiedad, una vasta finca atravesada por el Ru, un pequeño arroyo del río Epte. Era el lugar perfecto para crear su “jardín de agua”. Primero construyó un pequeño estanque pese a las reticencias de sus vecinos colindantes temerosos de que las especies exóticas contaminaran las aguas afectando a sus cultivos. “Se trata únicamente de algo para el recreo y el placer de los ojos, y también para tener modelos para pintar; no cultivo más que plantas como nenúfares, juncos, lirios de diferentes variedades que crecen espontáneamente a lo largo de nuestros ríos, y nunca podrán envenenar las aguas”, escribió en una carta dirigida a la Prefectura.
Finalmente pudo continuar. Agrandó el estanque y diseño un sinuoso vergel inspirado en los jardines orientales. La naturaleza rebelde se plegaba a sus deseos. Había hecho realidad un sueño. Había creado un frondoso lienzo natural pleno de matices, colores, reflejos y brumas. “Mi más bella obra es mi jardín”, confesó. Y así es.
Puente japonés
En 1895 mandó construir el famoso puente japonés en el que le gustaba posar con sus invitados y que pintó hasta en 45 ocasiones. Se convirtió así en un elemento clave de sus cuadros como también lo fueron los nenúfares. “Me tomó mucho tiempo entender mis nenúfares. Los planté por diversión; los cultivé sin pensar en pintarlos... Un paisaje no te embarga en un día... Y entonces, de repente, tuve la revelación de la magia de mi estanque. Tomé mi paleta. Desde entonces, apenas he tenido otro modelo". A ellos consagró su trabajo desde 1897.
Son muchas las razones por las que miles de turistas acuden cada año en peregrinación hasta la Fundación Monet. Una de ellas es que no necesitan entornar los ojos para sumergirse en una obra maestra. Al contrario, deben tenerlos bien abiertos mientras pasean por este grandioso decorado impresionista recreado tantas y tantas veces. Una magnífica obra de arte que cotiza siempre al alza.