Con 13 meses, mi hijo se ha vuelto un verdadero aficionado a la lectura. Lo primero que hace cuando lo siento en la trona es señalar la montaña de libros de tapa dura apilados en la mesita supletoria para irlos leyendo mientras intento que coma. Su favorito por ahora es Osito Tito: ¡Vamos a jugar!, un libro con solapas y pestañas ambientado en un osito que se va a jugar al parque con sus amigos. “¿Dónde está el avión?”, le pregunto. “¡Aquiií!”, me responde ilusionado, señalando con su dedito sucio el avión dibujado en el cielo. “¿Y el sol?”. “¡Aquiií!”. “¿Y la pelota?”. “¡Aquiií!”. “¿Y la flor?”. “¡Aquiií!”.
Cuando le felicito por haber acertado, me mira con una sonrisa de oreja a oreja que parece estar programada para que lo coma a besos, aunque sea a costa de mancharme de sopa de tapioca o restos de croqueta. Desde que le dejé probar las croquetas por primera vez, al cumplir el año, mi hijo se ha vuelto adicto a ellas y es capaz de identificarlas a metros de distancia, igual que el chocolate. Hace poco nos invitaron a comer a casa de unos amigos. Mientras intentaba que se comiera el puré de verduras que le había traído de casa, vio pasar a la anfitriona con una bandeja de croquetas y patatas fritas para el aperitivo, y por poco salta de la trona: “Ñam, ñam, ñam, ñam”, decía, comiéndose las croquetas con la mirada. Tuve que darle una, aunque fueran de queso.
Le encanta el dulce
Su capacidad para distinguir todo lo dulce o que lleva chocolate también me resulta sorprendente. Mi hijo sabe perfectamente dónde guardamos el helado, las galletas y las tabletas de chocolate. El otro día abrió él solo el armario de la despensa y me trajo una caja de catanias, exigiendo que le diera una. ¿Cómo sabía que le gustarían si no había visto una catania en su vida?, me pregunté alucinada. Terminé desmenuzando una de esas deliciosas almendras recubiertas de chocolate para que pudiera comérsela sin atragantarse. Después quiso otra, por supuesto.
A mi hijo le gustan los libros desde que es un bebé de pocos meses. El primero que tuvo en sus manos fue Les músiques del circ, un libro de cartón animado con sonidos del circo que está destrozado de tanto tirarlo al suelo, pero milagrosamente todavía funciona. Su interacción con él ha ido cambiando con el tiempo: de quedarse fascinado al escuchar las melodías alegres y pegadizas del circo, a tirarlo al suelo desde lo alto de la trona para escuchar el ruido que hace al estrellarse o ir pasando páginas y bailando con la cabeza al ritmo de la música que yo encendía. Ahora ya sabe hacerlo sonar él solo y reconoce las ilustraciones y dibujos, aunque todavía queda bastante para que podamos ver a un león o un elefante real. De momento, mi hijo solo ha visto perros, gatos y pájaros, especialmente las palomas del parque, con las que se entretiene persiguiéndolas o diciéndoles “hola”.
El perro, su animal favorito
Los perros, sin duda, son sus animales favoritos. Hace unos meses, cuando veíamos uno por la calle se abalanzaba hacia él para acariciarlo; ahora se ha vuelto un poco más prudente, y espera a que yo lo toque primero. “Guau, guau”, repite cuando nos cruzamos con uno. En casa no tenemos perro, pero mi padre (su abuelo) lleva enseñándole vídeos de perros ladrando en el iPad desde que tenía cinco o seis meses, así que ahora cada vez que ve una tableta señala con el dedo y exige que la enciendas: “Guau, guau”, “guau, guau”, te ordena. Aparte de los vídeos de perros, intento evitar que mi hijo se entretenga con el móvil o en la pantalla. Sé que a veces la canguro le pone el famoso Baby Shark mientras le da de comer, pero yo sigo apostando por la lectura.
Que le gusten los libros podría ser una señal de civilización, pero mi hijo sigue siendo un pequeño salvaje. Cuando ha decidido que ya no tiene más hambre, por ejemplo, se pone a limpiar la mesa, es decir, a tirar al suelo todo lo que tiene delante: libros, platos, restos de comida, biberones de agua... Esta semana se ha cargado dos platos y he intentado reñirle, pero cuando me pongo seria él me mira entre desafiante y sonriente, y se me escapa la risa. Está claro que hará lo que quiera conmigo.
Descubre su cuerpo
Sin ir más lejos: hace unas semanas empezó a valorar el placer de dormir en mi cama, así que ahora cuando se despierta a medianoche, además de reclamarme un biberón en plan histérico-muerto de hambre, se niega a volver a la cuna. “O en tu cama o nada”, parece decirme, con los ojos bien abiertos. Y yo, que a las tres de la madrugada lo único que quiero es volver a dormir, acabo cediendo a sus exigencias. Duermo mal, por supuesto (se mueve todo el rato, me da cabezazos y muchas veces me lo encuentro durmiendo a mis pies), pero al menos duermo.
Otra novedad: mi hijo está descubriendo su propio cuerpo. A veces me lo encuentro arremangándose los pantalones y mirando fascinado la piel suave de sus pantorrillas. “Oooh”, exclama, poniéndose de pie y dispuesto a pasar el resto del día con los pantalones arremangados hasta las rodillas. También le gustan mis tobillos y mis pies, que cuando ve desnudos quiere tocar como si fueran algo rarísismo. Y si nos quedamos frente a frente, intenta cogerme la nariz o tocarme los ojos y las pestañas, maravillado de que puedan abrirse y cerrarse.