El día que mi bebé cumplió cinco meses marcó un antes y un después en mi vida de madre soltera feliz. Ese día, casualmente, mientras jugábamos en el jardín de casa de un amigo, metí el dedo en la boca de mi hijo para comprobar que no se estaba comiendo una hoja seca, y descubrí que dos pequeños dientes afilados empezaban a asomar por su paladar inferior. “Ahora lo entiendo”, me dije, recordando que durante la última semana había empezado a llevárselo todo a la boca con ansiedad, especialmente mis dedos. Mis dedos --y en general, los dedos de cualquier ser humano adulto-- se convirtieron a partir de entonces en el juguete favorito de mi hijo, fuera para mordisquearlos o para reírse a carcajadas viéndolos caminar hacia él sobre una mesa.
Pero el nuevo hábito de morder mis dedos, o tirarme del pelo, o sacarme las gafas, no fue lo que rompió mi placentera y descansada vida maternal. Lo que provocó el cambio fue que después de casi cinco meses acostumbrada a que me durmiera siete u ocho horas seguidas de un tirón, empezó a despertarse a medianoche exigiendo un biberón.
“Vas a tener que olvidarte de dormir en muuuucho tiempo”. Las palabras de mi amigo Marc resonaron en mi cabeza la primera noche que mi bebé decidió despertarse a las cuatro de la mañana y no volver a dormirse si no le daba un biberón. Desde entonces, el ritual volvió a repetirse cada madrugada --podían ser la una, las dos, las tres, las cuatro, era impredecible-- y yo empecé a notarme cansada, como una madre más.
La papilla de frutas
“Prueba a darle un bibe con agua en vez de leche, así no se acostumbrará”, me aconsejó una amiga, madre de dos hijos. Pero mi pediatra me dijo que no, que a mi bebé le convenía seguir bebiendo mucha leche, especialmente ahora que iba a sustituir el biberón de la tarde por una papilla de frutas. “¿Con solo cinco meses ya le das fruta?”, me reprocharon otras amigas, sorprendidas. Si algo he aprendido con la maternidad, es que cada madre, y cada pediatra, tiene sus propias teorías y no hay ninguna correcta, así que opté por seguir obedeciendo a mi pediatra, un hombre afable y dedicado, de unos sesenta y cinco años, que me despierta mucha confianza.
Obviamente, a mi hijo no le gustó nada la idea de sustituir un biberón por una papilla de sospechoso color naranja (pera, manzana, plátano, zumo de naranja) que encima tenía que comer a cucharadas, así que cerró la boca con firmeza y dijo que ni hablar. Solo logré que comiera un poco metiéndola en el biberón, pero al día siguiente el truco ya no funcionó. Cualquier otra estrategia --hacerlo reír para que abriera la boca, ponerle un vídeo de dibujos animados en el móvil, jugar con el chupete-- acabó siendo detectada e invalidada por mi hijo, así que muchas veces terminaba comiéndome la papilla yo.
“Yo a la papilla de frutas le añadía siempre un poco de mango, para darle un toque dulzón”, me aconsejó otra amiga, madre de dos niños. Le hice caso, pero lo único que conseguí (además de dejar la cocina hecha un cristo) fue que por la noche hiciera una caca blanda y amarillenta en forma de isla tropical.
Golpear la mesa con fruición
La última opción era añadirle una galleta, como me decía mi madre y casi todo el mundo, pero yo, ingenua de mí, me había empeñado en seguir a rajatabla los consejos del pediatra, que piensa que añadir sal o azúcares a las comidas de los bebés es una de las razones de la alta tasa de obesidad infantil en España. A los pocos días de que cumpliera seis meses, sin embargo, me rendí y añadí un trocito de mis galletas Digestive a su papilla. La cosa empezó a ir mucho mejor.
Para mi hijo, sentarse a la mesa de la cocina va más allá de comer. Desde lo alto de su trona Stokke (regalo de mis amigas de la universidad, en compensación por todas las tronas Stokke que les he regalado yo durante tatos años sin tener ni idea de lo que era), mi bebé ha descubierto que puede aporrear la mesa con el aro de mi servilleta y hacer ruido. Tanto ruido que él mismo cierra los ojos antes de que el aro golpee la superficie, anticipándose al susto que se va llevar. El espectáculo es tan divertido que mis padres lo animan para que siga golpeando la mesa con cualquier otro objeto: su girafa de caucho, una cuchara de madera, un vaso de plástico. La cuestión es hacer mucho ruido y reírse.
La aventura de madre
Tengo la suerte de tener un bebé que casi siempre está contento y con su sonrisa risueña se gana el cariño de todo el mundo. “Mira qué bien se lo pasa”, me dicen por la calle cuando lo saco a pasear con la mochila, siempre mirando de frente, para que pueda verlo todo.
A medida que pasan los días, más me divierto con él, aunque también se hace más cansado. Un bebé de cinco meses y medio duerme menos y quiere jugar más. Antes me resultaba fácil llevarlo a comer a un restaurante, se quedaba quieto en mi regazo o se dormía en el cochecito. Pero ahora se niega a quedarse quieto en el cochecito y me boicotea las conversaciones emitiendo unos gemidos y grititos molestos que no cesan hasta que lo agarro en brazos y estoy por él.
Mi amigo Marc, que ya no tiene que preocuparse por no dormir porque sus hijos ya son adolescentes, me pregunta de vez en cuando cómo me va la aventura de madre. Y si se me ocurre quejarme un poco, me corta con este consejo: “disfruta cada minuto, porque esto pasa muy rápido”.