Tradicionalmente la mujer ha sido ignorada como sujeto histórico. Se ha escrito mucho sobre su invisibilidad histórica. En la historia de España solo se focalizó, hasta hace pocas décadas, la atención sobre la excepcionalidad del poder de algunas mujeres ya como reinas (sobre todo Isabel la Católica), ya consortes (Isabel de Valois, Isabel de Farnesio), viudas de rompe y rasga (María de Padilla) o santas (Teresa de Jesús) o en la épica de determinados comportamientos bélicos (María Pita, Agustina de Aragón…). Pero ciertamente, esa relación de mujeres “ilustres” nada tenía que ver con la historia seria de las mujeres ni a título individual, ni mucho menos colectivamente hablando.

El término feminismo empezó a utilizarse en las últimas décadas del siglo XIX en un sentido que, ciertamente, ha dado muchas vueltas desde entonces: la defensa de los derechos de la mujer, que había empezado a reivindicarse ya durante el siglo XVIII. Ahí está como testimonio más representativo la obra de Mary Wollstonecraft titulada significativamente Vindicación de los derechos de la mujer (1792). En España conviene subrayar, pese a la arquetípica imagen machista de la sociedad española, que la defensa de los derechos de las mujeres ya la habían iniciado personajes como el benedictino Feijoo a comienzos del siglo XVIII o en el mismo siglo la figura de Josefa Amar de Borbón, la aristócrata aragonesa que escribió Discursos en defensa de los talentos de las mujeres, antes de que la Revolución Francesa planteara la reivindicación de los derechos de hombres y mujeres en 1792.

Sufragismo y visibilidad fuera del rol familiar

El sufragismo, la invocación del derecho al voto, desde sus primeros referentes (como Emmeline Pankhurst) tuvo también en nuestro país testimonios trascendentes como Clara Campoamor o Victoria Kent desde posiciones distintas. A caballo de este primer feminismo se invocó junto al derecho de la mujer al voto la propia visibilidad de la mujer fuera del rol familiar tradicional.

En los años 60 y 70 del siglo XX surgió una nueva corriente en el feminismo que liderarían Simone de Beauvoir tras el éxito tardío de El segundo sexo (1949), Betty Friedmann con La mística de la feminidad (1963) y Shulamith Firestone con su Dialéctica del sexo. En defensa de la revolución feminista (1970) que suponían un salto cualitativo en la escalada de la conquista de derechos por parte de las mujeres. En este escenario, emergen un montón de revistas especializadas en el problema sociológico e histórico de las mujeres (de Penélope a Feminist Studies) y se inicia en nuestro país una serie de congresos a partir de 1981 con historiadoras pioneras como Mary Nash desde la Universidad de Barcelona y María Ángeles Durán desde la Universidad Autónoma de Madrid y tantas otras mujeres (Celia Amorós, Cristina Segura, Pilar Folguera, María Victoria López Cordón…) que han realizado una labor extraordinaria en la promoción de “la otra historia”, representando, desde la izquierda, la defensa de la visibilidad femenina tantos años neutralizada.

Radicalismo y supremacismo

Paralelamente se desarrolla un discurso que incide reiteradamente en la cultura de la mujer a lo largo de la historia: sus capacidades y recursos para salir del encerramiento. Un discurso que adquirió pronto connotaciones políticas –partiendo del principio de que nada se cambia si no es desde la política—, con conquistas como la de la cuota, y que se interesó por la propia naturaleza del poder y la obligada reformulación de términos como progreso y la reconsideración de las propias etapas de la historia. Se proponía analizar todos los espacios de acción de la mujer: del hogar al convento, del ocio al trabajo. Y se reiteraba que la mujer ha vivido la historia al lado de los hombres, pero no del mismo modo ni con un mismo lenguaje.

A comienzos del siglo XXI sale a la superficie una nueva generación de mujeres. El feminismo vuelve a replantearse, acentuando su radicalismo, ya no desde la homologación sino, muchas veces, desde el supremacismo. Se impone el concepto de género (que popularizaría Joan Scott con un artículo publicado en 1986 y traducido al español en 1990) que colectiviza a todas las mujeres en una sola identidad que pretende marcar diferencias respecto al concepto biológico de sexo. A caballo de esta idea se construye un discurso que repite viejos términos como heteropatriarcado, androcentrismo y alguno más nuevo como empoderamiento, sin acabar de asimilar bien los contenidos que hay detrás del lenguaje. El feminismo empieza a fracturarse en el igualitarismo y el totalitarismo. El esencialismo femenino ha desviado la atención reivindicativa hacia nuevos horizontes como el ecofeminismo, la transexualidad, la paridad y los techos de cristal, los vientres de alquiler, con debates sobre la prostitución impensables en años anteriores. El victimismo se refuerza ante casos como el de Weinstein o a escala española el de la manada (2018) o el de el asesinato de Ana Orantes (1997) y los crímenes de violencia machista que han venido después. La revolución mediática y las redes sociales han creado fenómenos recientes como el #MeToo que denuncian todo tipo de acosos y agresiones sexuales. El activismo ha desbordado al propio discurso intelectual y ahí está el éxito curioso de viejas series reinventadas a caballo del nuevo contexto histórico como Ley y orden protagonizada, por cierto, por Mariska Margitay, una de las hijas de Jayne Mansfield que la acompañaba a esta en su trágico accidente de automóvil en 1967.

Sobreexposición

La historia de las mujeres en España se puso de largo en la clásica Historia de las mujeres en España y América Latina (cuatro volúmenes en la editorial Cátedra, 2005) dirigida por Isabel Morant y desde luego, no han faltado mujeres que evocar como iconos referenciales incluso en pleno franquismo. El renacimiento de la biografía al que tanto han contribuido mujeres como Anna Caballé ha tenido importancia trascendental en el éxito mediático de la historia de las mujeres, que se ha movido en los últimos años entre el discurso de género y la consolidación del interés por las “raras y curiosas”, las otras mujeres, las primeras en salirse del gregarismo como Concepción Arenal (Anna Caballé) o Emilia Pardo Bazán (Isabel Burdiel). También merece destacarse la salida a la luz pública de líneas de investigación innovadoras como las que se llevan a cabo actualmente sobre la religiosidad femenina que han permitido abrir nuevos conceptos como el de sororidad (Ángela Atienza) y romper los tópicos sobre el nivel cultural de los conventos (Rosa María Alabrús, Alison Weber…) o las que exploran el mundo emocional femenino también poniendo en evidencia los falsos arquetipos de la debilidad femenina (María José de la Pascua, Isabel Testón, James Amelang, María Tausiet, Mónica Bolufer…).

Hoy, en definitiva, la historia de las mujeres ha crecido mucho en visibilidad. Hasta se ha pasado de la vieja invisibilidad de las mujeres que denunciara Mary Nash a la sobreexposición de estas a los rayos del sol mediático. Más pronto que tarde, alcanzaremos una normalidad en el relato histórico que no pase inevitablemente por el memorial de agravios, el reproche permanente de lo que fue y de lo que deberían haber sido las relaciones hombre-mujer. La mala conciencia histórica masculina, en cualquier caso, ya está institucionalizada.