--A ver, Agustín, entonces ¿quiénes estamos al final en el equipo?

--Pues tú, yo, mi hermano Óscar, Sergio y Maradona.

--¿Maradona? ¿Quién es Maradona?

--Este.

Agustín, por entonces un niño de nueve años, señaló a otro de apenas seis o siete que, con una orgullosa sonrisa, la que siempre lucía cuando se vestía de futbolista, se prestaba dispuesto a jugar con los mayores. Empresa que presentaba muchos inconvenientes (entre otros, que la pelota iba y venía pero nunca cerca de tus pies) pero una ventaja por encima de cualquiera: nadie se “pediría” a Maradona. Lo confirmó la carcajada de aquel adulto al escuchar la ocurrencia de que yo, aquella tarde, en aquella pachanga, sería Maradona.

Si él hubiera querido pedírselo, no estaría tan contento. Pero yo sabía que los mayores no se pedían futbolistas cuando jugaban porque los mayores eran un rollo (y eso que, por entonces, ni imaginaba hasta qué punto lo eran, lo cual descubrí cuando me convertí en uno de ellos).

Otros tiempos

En esos tiempos, cuando los compañeros de fatigas nos reuníamos para jugar al fútbol, el ritual pasaba indefectiblemente por que cada uno encarnara a un futbolista, al cual “se pedía”. Yo siempre me pedía a Maradona. Y lo normal es que tuviera mucha competencia. Muchos queríamos ser Maradona. Y claro, Maradona sólo podía haber uno. Tal era la obsesión, que a veces, tras furibundas discusiones, se consentía que hubiera dos, uno por equipo. Pero ya no era lo mismo. Era una de esas cosas que no se podía compartir.

El influjo de Maradona en mi generación es difícil de explicar. Sobre todo porque, por entonces, la información que llegaba hasta nosotros era ridícula si la comparamos con la que hoy en día está al alcance de cualquier niño. Al astro argentino se le podía ver en televisión en contadas ocasiones, al menos hasta que fichó por el Barça. Pero ya entonces era un ídolo, uno de esos que “no necesita presentación”.

Lo tenía todo

No recuerdo exactamente la primera vez que vi a Maradona pero, como si hubiera ocurrido ayer mismo, vienen a mi mente imágenes de la inauguración del Mundial 82 y aquel primer partido entre Bélgica y Argentina. Y, sobre todo, que las personas que lo presenciaron por TV junto a mí no querían ver el encuentro, querían verle a él. Sólo a él. Los otros no importaban. Formaban parte del escenario, puro atrezzo.

Lo que nos gustaba a los niños de aquel jugador era que hacía lo que nosotros siempre intentábamos y nunca nos salía. Pero que tampoco les salía al resto de futbolistas: coger la pelota y no perderla jamás; y regatear, sobre todo, regatear; sortear contrarios como si no costara. Y meter goles. Y por la escuadra. Lo tenía todo.

Efecto hipnótico

Ver la figura de Maradona, aunque fuera en un cromo o en la foto de un periódico, y sufrir un proceso de hipnosis era todo uno. Magia, duende, llámese como quiera. Todos quisimos ser el niño de aquel anuncio que el Pelusa grabó a su llegada a España para una cadena de restaurantes de comida rápida, en el que los dos terminaban compartiendo mesa para devorar una hamburguesa. Qué más se podía pedir.

Todo lo entendí mucho mejor en el Mundial de México. Sobre todo, aquello de que sólo se estuviera pendiente de Maradona. En aquella cita me di cuenta de que aquel ser al que había idolatrado era capaz de dominar el juego, de hacer que en el juego pasara lo que él quisiera. Si él quería que su equipo ganara, ganaba. Y poco importaba lo que desearan los otros, incluidos los once que querían y luchaban justamente por lo contrario. ¿Para qué mirarles? ¿Para qué fijarse en ellos? Si, al final, va a pasar lo que quiera él.

Poca exposición

Hizo ganar aquel Mundial a Argentina, que no era la mejor selección del torneo; hizo ganar la Liga italiana al Nápoles y después, una Copa de la UEFA. Y no era el mejor equipo de aquellos campeonatos. ¿Y qué más daba?

Fue una pena poder verle “de cerca” tan poco en España. Por entonces, televisaban un partido cada tres semanas. Y no siempre era del Barça. Y para colmo, sus largas ausencias por lesión y por enfermedad, lo hicieron aún más difícil.

Del futbolista al personaje

Cuando volvió con el Sevilla había mucha más información, más cadenas de TV, más cámaras en los estadios… pero lo que había terminado era el futbolista, que dio paso al personaje. Y el personaje se encargó de recordarme que yo ya no era un niño. Y que había llegado el momento de contarme cómo eran las cosas de verdad. Y que no me iba a gustar.

Con Maradona se va un pedazo de mi infancia asociado al parque de enfrente de casa de mis padres donde tantas veces jugué al fútbol (aunque estaba prohibido pisar el césped). Y al patio de aquel colegio donde entró un niño y salió un proyecto de persona. Esos lugares donde tantas veces fui Maradona. Uno se pedía a Maradona con todas sus consecuencias… incluida la de morir un poco con él. Aquello era muy serio, aunque los mayores se rieran. Definitivamente, los mayores son un rollo.