La pandemia como metáfora para entender la migración. Miedo a lo desconocido, intolerancia hacia lo extraño, en un mundo hiperconectado por la tecnología y ahora azotado por la emergencia sanitaria. Violeta Serrano (León, 1988) aborda en Poder Migrante (Ariel, 2020) los tópicos que rodean a aquellos que abandonan sus lugares de origen en busca de un futuro mejor. Todos ellos tienen algo en común: la incertidumbre. La misma incertidumbre que genera la pandemia en todo el globo, y es que como señala esta licenciada en Filología Hispánica, Francesa y Literatura Comparada, “el Covid-19 nos convierte a todos en migrantes”.
—Argumenta que el coronavirus funciona de forma similar al odio contra las personas migrantes. ¿Cuál es la vacuna contra el racismo y la xenofobia? Esta no se encuentra en el laboratorio.
La tenemos que buscar en el espejo. Algo que yo contemplo en el libro es que estamos en un mundo globalizado, y que esto ha hecho que cambie nuestra identidad. Ahora mismo, podemos tener mucha más afinidad con alguien por un tema concreto que no por nuestra pertenencia a una misma patria o país. Es decir, puedo sentirme mas identificada con una argentina a través del hashtag niunamenos; que no con mi vecina de al lado. O alguien de Vox se puede sentir identificado con el hashtag feminazi. Creo que eso es lo que nos puede hacer cambiar: empezar a pensar que vivimos en un mundo global en el que tenemos pertenencias por afinidades selectivas y no tanto por países. El problema es que al vivir en un mundo tan veloz, nos cuesta asumir los cambios y este es uno de ellos, porque si no nos sentimos parte de algo puede surgir el conflicto social.
—La pandemia, apunta, nos convierte a todos en migrantes porque vivimos en un mundo nuevo. ¿Por qué?
Lo que siente un migrante cuando deja todo atrás es que empieza a caminar en una absoluta incertidumbre. Cuando uno se va y tiene que abrirse paso, es todo nuevo, tiene que acostumbrarse a ciertas cosas, se siente vulnerable. Y creo que eso es algo que ahora estamos sintiendo todos, como migrantes de un mundo viejo a uno nuevo que ya está aquí. Si vamos a ser mejores personas todavía no lo sabemos, pero creo que aquí tiene mucho que decir la comunicación política. Nuestros representantes tendrían que remar en el sentido de la cooperación, también en el relato. Pongo un ejemplo en el libro que es el de Jacinda Ardern [primera ministra de Nueva Zelanda]. Con el atentado del supremacista blanco [en 2019], ella tuvo una reacción política que, en vez de atacar, se abrazó culturalmente [se reunió con la comunidad musulmana], y eso es muy importante para no generar conflictos en un mundo en perpetua incertidumbre.
—Censura dos estereotipos extendidos hacia la población extranjera: la pena o paternalismo y el miedo, e indica que con la incertidumbre por la pandemia deberíamos convertir a los migrantes en maestros.
Ahora mismo, por la situación que estamos viviendo, no podemos analizar al migrante como alguien a quien debemos odiar o tratar como un pobrecito. Al contrario, somos un espejo, porque ahora la misma sensación que tiene un migrante, es la que tienes tú. Por eso conviene, más que nunca, aprender lo más rápido posible cuando todo está en contra. ¿Qué es lo que hacen los migrantes? Yo lo sé por mi propia experiencia. Estuve en Francia y allí fui tratada como alguien del sur, y en Argentina era tratada como alguien del norte, pero la sensación que el migrante tiene es la de abrirse paso en un lugar de absoluta incertidumbre. Eso me parece que, ahora mismo, nos iguala a todos de manera global.
—También critica ese llamamiento continuo a la “integración”, como si para ser aceptadas, las personas extranjeras tuviesen que renunciar a sus raíces y costumbres.
Eso es muy peligroso. Si tú al emigrante le obligas a adaptarse totalmente a la cultura de recepción creas conflicto social, generalmente, porque una persona no puede renunciar a lo que es; a sus raíces. Yo digo que la migración tiene que ser como una página en blanco. Cuando yo llego a un país, por supuesto que tengo que adaptarme y comprender la cultura de donde llego, pero esa cultura también tiene que comprenderme a mí. Y eso quizá antes era más difícil, porque entendíamos el mundo nación contra nación, pero las redes sociales han propiciado algo tan positivo como las afinidades selectivas; sentirnos parte de otros que no tienen nada que ver con nuestra nacionalidad. Y eso es algo bueno.
—Habla de las dificultades de muchos jóvenes que abandonan sus países de origen para subsistir. Y del miedo que generan, por pura irracionalidad. Señala que, en el caso de Cataluña, el 91% de estos niños no tienen requerimientos policiales ni judiciales, pero, tras una mala acogida, y bajo tutela de la Generalitat, este porcentaje sube del 9 al 20%. ¿Qué falla?
Solo denominarlos MENAS (menores extranjeros no acompañados) ya es una forma de deshumanizarlos. La única manera que tiene un ser humano, de forma general, para odiar a otro, es no verlo como una persona. Como todos sabemos también, cada persona es un mundo, tiene una vida detrás, unos problemas, y en la mayoría de los casos, [estos jóvenes] necesitan también cariño y aceptación a donde llegan, porque si no, si los excluyes, se volverán en tu contra, porque quien no tiene nada que perder es un peligro para la sociedad y esto es lo que hay que entender. Los que ya respetamos los derechos humanos lo tenemos claro, pero para quienes no, las oleadas de migración de los países más jóvenes a los más viejos y mejor posicionados, como pasa en Europa, no van a parar.
—Apunta que una crisis emocional de integración podría llevar a algunos migrantes a unirse a las filas del DAESH.
Si uno se fija en los datos, comprueba que no es cierto que en territorios europeos es donde se producen más ataques de este tipo, pero obviamente nos toca más cerca. Lo que vengo a decir es que aquí hay un problema de aceptación y vuelvo a las identidades migrantes; transnacionales. No solo tienen problemas los estados con personas que han venido de otros países y se han establecido en las zonas empobrecidas de los cordones urbanos, como puede pasar en París. También tienes casos de personas autóctonas, nacionales, que se unen a estas redes porque ven que no tienen oportunidad para entrar en el sistema al que pertenecen. Esto pasa mucho en Francia, y está empezando a pasar también aquí. Si ves que no tienes ninguna oportunidad de futuro y nada que perder; lamentablemente, esto lleva a una solución sencilla. Es algo que está pasando en todo el mundo. Si miramos las [anteriores] elecciones de EEUU, la gente que lo había perdido todo votó a Trump, y aquí también está pasando con la extrema derecha. Cuando uno pierde su posición puede reaccionar de formas muy distintas. Con violencia, directamente, o puede canalizarla a través del voto. Y en este caso lo está canalizando la extrema derecha, como sucede en muchos lugares de Europa.
—La disminución de los ingresos, la desaparición de las clases medias y la destrucción del Estado de Bienestar, facilitan la penetración del discurso populista, como el de Trump o el de la extrema derecha.
Nos sentimos vulnerables y el discurso populista, --simplificándolo mucho--, nos aporta una especie de salvador ante nuestros problemas. También nos retrotrae a aquella sensación de cuando éramos niños; cuando nos caíamos, y nuestro padres nos leían un cuento para tranquilizarnos. Estamos tan desvalidos que necesitamos una especie de salvador. Y es así como este discurso entra como agua, porque necesitamos creer, y es muy peligroso. Ahora bien, también podemos creernos otro discurso. Es verdad que cada vez es más difícil llegar a los votantes con discursos sosegados, porque hoy tienen que ser emotivistas. No lo podemos negar, eso sí, el poder se tiene para los dos lados. Vuelvo al ejemplo de Jacinda Ardern, ¿se puede decir que ella es populista? Sí, pero genera diálogo y no odio, y esto es muy importante.