Elon Musk (Pretoria, 1971) no tuvo una infancia feliz. Sus padres se divorciaron cuando tenía nueve años y en la pubertad cayó en la compulsión de leer a Tolkien, Asimov y Schopenhauer. Con esos mimbres aprendió a programar por sí mismo con un "commodore" de madera y todo ello se tradujo en un inclemente acoso escolar. A los diecisiete años se largó de casa y de Sudáfrica para no hacer el servicio militar y se embarcó en la fiebre del oro de Silicon Valley tras estudiar Administración de Empresas y Física en la universidad privada de Pensilvania.
La primera hazaña de Musk fue la creación del sistema de pago PayPal y sobre ese peldaño ha erigido un imperio aeroespacial que le ha permitido llevar a cabo la gamberrada del siglo. Musk es quien ha colocado un descapotable color cereza orbitando entre Marte y Júpiter o por ahí. El automóvil lleva un muñeco al volante llamado "Starman" en honor a David Bowie. En el radiocasete del buga suena en bucle la canción "Starman" de Bowie a todo trapo. La marcianada está disponible en en la modalidad "real time" de Youtube y, cuidado, que engancha. No pocos internautas sostienen que se trata de un "fake" como la copa de un pino. El cacharro no se ha desintegrado y transmite la señal de su circunvalación sideral cual mensaje en una botella. ¿Hay vida inteligente ahí fuera? Dentro está claro que no.
La emisión ininterrumpida del tema musical pudiera ser considerada por los extraterrestres como una declaración de guerra psicológica en toda regla y al tiempo un arma disuasoria en plan "venusianos abstenerse". Musk no ha calculado los riesgos. Sólo ha declarado que la cosa le parecía "loca y divertida". Al genio sudafricano le dejan tirar basura al espacio porque está entre las cincuenta personas más ricas del mundo y lo del coche es el colofón de una prueba consistente en propulsar al espacio el cohete "Falcon Heavy", un ingenio capaz de transportar 68 toneladas de carga que tanto pueden ser satélites de comunicaciones, detritos radioactivos o misiles intercontinentales.
El avance, además de en el peso, consiste en que se han logrado recuperar dos de los tres cohetes que han dejado para los restos un descapotable vagando por el espacio cayeron donde Musk había previsto en perfectas condiciones y listos para ser reutilizados. El pelotazo radica en una sustancial reducción de costes en lo relativo a colonizar la galaxia, un asunto crucial porque, según este hombre, la perpetuación de la humanidad sólo es posible bajo la forma de una civilización multiplanetaria. Dice que quiere colonizar Marte, pero ha mandado al espacio la excrecencia de un muñeco hortera a bordo de un no menos hortera vehículo que emite una horterada sin fin.
Sin embargo, el gran proyecto de Musk tiene que ver con una compañía secreta llamada “Neuralink” y cuyo propósito es la implantación de chips en los cerebros humanos para interactuar por control remoto con los ordenadores. Nanobiotecnología se llama la cosa que podría permitir al más imperfecto de los humanos fusionarse con el software del ingenio informático más avanzado, de modo que cualquiera, pero lo que se dice cualquiera, podría manejar un ordenador igual que un sacapuntas.
Que no vamos bien queda también demostrado por la última atracción del Museo municipal de Londres. Se trata un de un trozo de materia fecal, toallitas húmedas, pelo, grasa, pañales y la clase de sustancias propias de las cloacas procedente de un megamojón de 250 metros de largo y 130 toneladas de peso hallado en el subsuelo de la capital británica. Las explicaciones de los responsables del museo es que semejante mierda tiene tirón y fascina al público londinense, al tiempo que puede suscitar preguntas sobre la sostenibilidad urbana. La entrada es gratuita y el objeto estará expuesto hasta el 1 de julio.