La agenda personal del que fuera presiente del Palau de la Música, Félix Millet, fue una de las más cotizadas durante años en toda España. El gran “capo” del Palau tenía línea directa con la corona, con las más altas instancias gubernativas del Estado, incluida la Generalitat. No había gran empresario o banquero que no formara parte de la vida cotidiana de este hombre menudo, fumador empedernido, de voz gruesa y de mirada desconfiada.
“Millet actuó al frente del Palau como Jordi Pujol lo hizo al frente de la Generaliatat”, ha comentado a este medio un exfiscal del TSJC que conoció a los dos. “Ambos, --insiste esta fuente--, gobernaron su imperio con absoluta impunidad”.
La impunidad
Impunidad, esa es quizá la palabra que identifica mejor la actuación protagonizada durante décadas de este prócer de la ciudad de Barcelona.
Millet se sintió arropado por el establishment político catalán con el que se retroalimentaba y que a cambio le consentía un virreinato (el reino era de Pujol), entre los lobys más influyentes del mundo de la cultura y de la economía, pero también en el ámbito de la política.
Mafia de cuello blanco
El sumario del caso Palau demuestra que Millet se comportó como lo hacen los mafiosos. Actuó con clandestinidad, con varias caras, rodeado de adláteres que le tapaban las vergüenzas a cambio del prestigio social que suponía estar al lado del ganador, de quien reparte las entradas para acceder a la fiesta, y a cambio también, naturalmente, de jugosos emolumentos pagados en negro, en la mayoría de casos.
Compró y vendió voluntades y como le vimos hacer a Tony Soprano en la famosa serie televisiva que llevaba por título su apellido y se comportó, con mundana vulgaridad, a priori impropia para un patricio burgués de tal abolengo y poder. El sumario nos mostró a un Félix Millet desmaquillado, en paños menores, protagonizando actuaciones delictivas que, al mismos tiempo, rayaban lo esperpéntico y soez: con dinero del Palau se compraba puros habanos, boletos de lotería, el café con leche diario (cargado de café y con la leche tibia), o le enchufaba a la contabilidad del Orfeón la parte del convite de la boda de su hija o las obras en uno de los lavabos de su domicilio particular.
El palco del Palau
Como así insistió la fiscalía durante la vista, Millet no sólo financió a CDC, (y a otra mucha gente) sino que hizo acopio de forma irregular, hasta de la calderilla que ocupaba los bolsillos de sus pantalones.
Así era Millet, un personaje otrora idolatrado y que durante años tuvo en su mano ni más ni menos que la batuta que permitía colocar en uno u otro asiento del palco de la institución a quien conviniese. En el palco del Palau que dirigía Millet se otorgaban bendiciones y se rifaban puñaladas entre la burguesía catalana a ritmo de aria, vals, sardanas o marchas militares.
Sin remordimiento
A Millet le pillaron con las manos y los pies en la masa. Sin escapatoria. Sólo pudo hacer una cosa, reconocer su culpabilidad: había desviado para su beneficio y el de CDC, millones de euros de la contabilidad del Palau. Lo hizo, pero ni ahora ni entonces cuando su mito empezó a volar por los aires, nunca agachó la cabeza salvo para mirar qué cigarrillo extraía de la cajetilla antes llevárselo a la boca.
No se inmutó cuando el populacho con el que jamás se mezcló le increpaba a la entrada o salida de los juzgados. Ni siquiera cuando salió de la cárcel de Brians pocos días después de que una joven juez le hubiera metido entre rejas de forma preventiva por la controvertida operación de la venta del Hotel del Palau.
Que me quiten lo bailao
Millet ni se inmutó, ni se inmuta. Fuma, mira a su alrededor con vehemencia y con una aparente despreocupación, como si la condena que ha recibido, anunciada a gritos, fuera un curioso (quizá paradójico) colofón a una vida en la que ha hecho lo que le ha dado la gana, cuando le ha venido en gana sin otra obsesión que no fuera la de amasar dinero y la de vender los boletos de un sorteo (siempre amañado) cuyo premio era un trocito de prestigio social.
Millet, como Pujol, ha perdido el prestigio y, por supuesto, su capacidad de otorgarlo. “Que me quieten lo bailao” parece desprenderse de su mirada.
Le espera la cárcel, donde tendrá tiempo de escribir sus memorias, un burgués que se ha reído a carcajadas de esta sociedad y a quien le importa un bledo cómo se le recuerde. El factótum del Palau, una de las personas más influyentes del país durante décadas, nunca ha dado muestras de decaimiento a pesar del descrédito.