Dos hombres sostienen una bolsa de plástico llena de botellas de agua en la plaza de la Sagrada Familia de Barcelona, un miércoles cualquiera, a las 10 horas de la mañana. Dos policías de paisano se la requisan. “Estaos una semana relajados, que el jefe quiere que esté todo bien”, les dice uno de los agentes.
Cruzan el semáforo hacia la acera de enfrente y localizan a una de las mujeres que a diario pasea un vaso de cartón donde depositar una limosna. “Hoy, no”, le dicen. Se adentran en la plaza del monumento, uno de los emblemas de la capital catalana, y sus figuras se difuminan en seguida entre el hervidero de turistas que lo visitan.
Tumulto diario
Son parte del atrezzo que a diario se encuentra cualquiera que pasee por la zona. En apenas unos metros cuadrados se venden de forma ilícita bebidas frías, palos de selfie, castañuelas --de topos--, pitos que suenan cuando se manipulan con la lengua y muñecos inclasificables con muelles en lugar de piernas que bailan al ritmo de la música que suena junto a ellos, desde el radiocasete del vendedor.
Conviven, en la misma plaza, con los indigentes; los numerosos grupos de turistas, capitaneados por un guía con un brazo alzado al que añaden algún elemento diferenciador para ser reconocidos; los vecinos que sortean la zona para seguir con su día a día; los policías, armados con armas largas desde que el nivel de alerta terrorista es de cuatro sobre cinco, y los ciclistas, cuyo carril bici de dos sentidos no siempre coge prevenidos a los peatones.
Peligro de atropellos
La majestuosidad del templo sagrado provoca tal perplejidad a los visitantes que la mayoría se apresuran a sacar sus cámaras fotográficas para retratarlo desde todos los ángulos posibles. Algunos, incluso, bajan el bordillo de la zona peatonal y se colocan en la calzada de las calles Marina o Sardenya para encuadrar mejor la imagen, sin fijarse demasiado en los coches que pasan por detrás, obligados a esquivarlos.
Una imagen habitual que suele recibir como respuesta un toque de claxon de los vehículos que circulan por allí. No solo reaccionan a los ‘fotógrafos invasores’ sino también a aquellos que cruzan en rojo y por la zona en la que no hay ningún semáforo. Los autobuses turísticos de Barcelona estacionan en la calle Marina, en mitad de la plaza, donde los turistas impacientes se apean y, algunos sin mirar, cruzan por allí mismo. Salen de entre los mismos buses, lo que dificulta que los vean los coches que circulan por allí.
Corregir conductas
El Ayuntamiento de Barcelona sabe que son conductas que hay que corregir. Una portavoz del consistorio explica a Crónica Global que, por ese motivo, la plaza cuenta con la presencia de agentes cívicos, además de policías de la Guardia Urbana que informan “y, en el caso de que sea necesario, sancionan”. Agentes cuya presencia no ha detectado este medio en diferentes días de la semana y a diferentes horas.
Las mismas fuentes aseguran que en el documento inicial que ha elaborado el gobierno de Colau para el Programa de Actuación Municipal (PAM) está incluida una medida para corregir la situación: convertir en zona peatonal los tramos de la calle Marina ante el templo los días festivos –algo que se hace desde el 20 de marzo--, ganar espacios para los peatones en las aceras de las calles colindantes y elaborar un plan de movilidad de la zona con vistas a convertirse en súper isla.
Medidas que velan por otorgarle un mayor espacio al peatón para que el templo no sea un foco de bullicio y desorden. Algo que, de momento, queda muy lejos.