El anuncio de que el ultraderechista Partido por la Libertad (PVV), dirigido por Geert Wilders, que en noviembre pasado ganó las elecciones legislativas de Holanda, ha alcanzado por fin un acuerdo de Gobierno con otros tres partidos de derechas –o sea el liberal VVD, el democristiano NSC y el movimiento campesino BBB–, es la noticia europea de la semana, que parece que venga a confirmar el cliché de que el signo de los tiempos es de derechas, y de ultraderechas. La prensa europea editorializa sobre este tema.
Europa debería preocuparse, advierte Michel Kerres, columnista del NRC Handelsblad, en su artículo “Un regalo del cielo para la extrema derecha”: “El acuerdo destila un nacionalismo opresivo. Wilders dijo el jueves: 'Prometo a Holanda: Holanda volverá a pertenecernos'. Esto me trajo inmediatamente a la mente el desafortunado eslogan del Brexit: 'Recuperemos el control'. En cualquier caso, no es una invitación a cooperar con la UE. Pero la señal más importante que La Haya envía a Europa es que es posible que un alborotador radical de derechas se haga con el poder en un país próspero con una rica tradición democrática. En vísperas de las elecciones europeas, un Wilders radiante es un regalo del cielo para todos los activistas de la derecha radical. ¿Dónde están los gritos de consternación?”.
Las reacciones han sido demasiado apagadas en comparación con lo ocurrido en otros países, señala L'Opinion: “No ha habido intentos de boicot paneuropeo, como cuando el jovencísimo y muy derechista Sebastian Kurz y sus ministros extremistas asumieron el Gobierno en Austria. Ni aullidos ni presiones, como cuando el húngaro Viktor Orbán llevó a su país por la senda del populismo más radical. Ni temblores ni emociones fuertes como cuando Giorgia Meloni llegó al poder en Roma. ¿Se está acostumbrando todo el mundo?”.
Los partidos populistas de derecha son cada vez más populares entre los jóvenes, según constata el Neue Zürcher Zeitung: “¿Se están rompiendo los diques en Holanda? ¿Es este el comienzo de lo que muchos temen que pueda suceder en toda Europa: una toma del poder por parte de populistas de derecha que socave los valores fundamentales de la democracia liberal?... En muchos países europeos, la tendencia va en esta misma dirección. Y cada vez más jóvenes (entre ellos un número de hombres superior a la media) votan a partidos de extrema derecha. Lo vemos en el éxito del partido Chega en Portugal, en los índices actuales de las encuestas para el Rassemblement de Marine Le Pen y también en Flandes, donde más de un tercio de los jóvenes votantes han dicho que votarán a Vlaams Belang en junio”.
Le Soir (Bélgica) señala alternativas al modelo holandés: “Si el ejemplo de La Haya no es precisamente uno que inspire sueño, hay otros más gloriosos. La derecha portuguesa acaba de rechazar a la extrema derecha, aun a riesgo de tener que formar un Gobierno minoritario muy incómodo. Y otros liberales del Parlamento Europeo rechazan de entrada cualquier alianza comprometedora. Solo cabe esperar que, tras cualquier éxito electoral de los partidos que han convertido el egoísmo y el rechazo a los demás en una industria de éxito, siga habiendo hombres y mujeres que rechacen esta ‘normalidad’ y miren más allá de los diques”.
El PVV determinará la política de Holanda en Europa, aunque Wilders [alérgico al Islam, al que ha declarado guerra sin cuartel] no presida el Gobierno, explica La Repubblica: “Wilders había renunciado al cargo de primer ministro por ser demasiado divisivo y apenas una figura representativa en Bruselas, pero con sus votos se convertirá en el verdadero jefe del nuevo Ejecutivo. El soberanista, siempre agresivo en las redes sociales, determinará la política de la quinta economía de la UE, un país que ha estado a menudo en el centro de los debates en los últimos años por su apoyo a Kiev, así como por dos cuestiones clave para Italia, los fondos comunitarios y la redistribución de los inmigrantes, un tema en el que Wilders no respaldará seguramente a Meloni”.
¿Un accidente?
Otro tema destacado de esta semana ha sido el accidente de helicóptero en que han fallecido el siniestro presidente de Irán, Ebrahim Raisi (probable sucesor del líder supremo, el no menos siniestro ayatolá Alí Jamenei, de 85 años) y su ministro de Asuntos Exteriores, Hossein Amir Abdollahian. Este accidente ha despertado las naturales suspicacias y teorías conspiratorias, entre otros motivos, porque suena raro que el aparato en el que ambos dirigentes viajaban fuese el único de la comitiva que se accidentó.
La tragedia también olía a atentado porque… no sería una novedad: baste recordar que el mes pasado varios altos funcionarios iraníes murieron en un ataque con drones israelitas contra el complejo de la embajada de Irán en Damasco, Siria, y que en 2020 Estados Unidos se jactó de su autoría del asesinato con drones de Qassim Suleimani, el prestigioso general iraní que derrotó al Estado Islámico y que era una figura icónica, de inmenso prestigio en su país.
Serge Schmemann, miembro del Consejo Editorial del The New York Times, tiene explicaciones sobre “Por qué el accidente de Irán fue, casi con toda seguridad, un accidente”, y lo que dice parece plausible:
“Raisi y Amir Abdollahian probablemente no figuraban entre los primeros en la lista de enemigos de Estados Unidos o Israel. […] Por repugnantes que fueran, ambos eran instrumentos de la teocracia, no artífices de las políticas nucleares, regionales o internas que aplicaban brutalmente. Inmediatamente después de sus muertes, el consenso general era que estas no cambiarían gran cosa. Había muchos otros partidarios de la línea dura dispuestos a suceder a Jamenei, incluido su hijo Mojtaba Jamenei, y ninguno de ellos sugería un futuro prometedor para Irán”. Es decir, que en esas muertes no había beneficio ni para Jerusalén, ni para Washington, ni para los desdichados ciudadanos iraníes, sometidos a un régimen de obediencia islámica. O sea: que no valía la pena enviarlos a la Yanna, el deleitoso paraíso de los musulmanes, porque aquí en la tierra son sustituibles por otros clérigos iguales o peores.
Otras muertes y asesinatos, y otros asesinos, sí tienen una utilidad objetiva para sus Gobiernos, como para el de Rusia los cautivos que condonan sus penas de presidio a cambio de combatir en primera fila en el frente de Ucrania. El lector recordará las imágenes del jefe del grupo de mercenarios Wagner, asesinado luego por intentar un golpe de Estado contra Putin, arengando a los presos en las cárceles para que se alistasen y fueran al frente. Hasta los caníbales son allí bienvenidos:
Agentstvo (Агентство, Agencia), medio de comunicación ruso independiente, especializado en periodismo de investigación, cuenta algunos casos que ponen los pelos de punta: Denis Gorin, de 44 años y natural de la región de Sajalín, fue condenado a 22 años de prisión en un presidio de régimen especial por asesinato en 2018. En 2010, tras salir en libertad condicional de una condena por asesinato de 2003, apuñaló a un hombre hasta la muerte y se comió su carne tras el asesinato”. Señala este medio que “el Código Penal de Rusia no tiene un artículo específico que se refiera al canibalismo” y que “Gorin ha matado al menos a cuatro personas en total.
El combatiente caníbal ahora está en el hospital de Yuzhno-Sajalinsk (la isla oriental a la que Chejov dedicó un texto fenomenal), recuperándose de una herida moderada. También tras combatir valientemente, o eso se supone, ya que el valor de cualquier soldado se da por descontado. Nikolai Ogolobyak, de 33 años, condenado a 20 años por el asesinato ritual de un grupo de adolescentes en 2008, ha sido puesto en libertad siete años antes de lo previsto tras pasar seis meses en Ucrania. No ha de ser plato de buen gusto caer prisionero en manos de semejantes héroes. Ni siquiera ser vecino, cuando se les licencie.
Un parlamentario amputado
Aunque quizá el mayor héroe de la semana sea el parlamentario conservador Craig Mackinlay, que según cuenta la prensa británica, tras sufrir un ataque de sepsis –es decir, cuando el cuerpo sobrerreacciona a una agresión vírica, generando defensas excesivas y potencialmente letales–, constató, tumbado en la cama del hospital, que sus brazos y piernas se habían vuelto de un color negro, y de una dureza casi metálica. Comprendió que aquello era grave; cayó en coma y al despertar constató lo que ya se temía: le habían amputado brazos y piernas.
Pero Mackinlay es un hombre de voluntad férrea, se ha puesto prótesis en las cuatro extremidades y se propone volver en seguida a la vida política. Desde el hospital, rodeado de su mujer y su familia, anuncia con un optimismo grotesco, pero admirable: “Quiero ser conocido como el primer parlamentario biónico”. Es una ambición como otra cualquiera.