En las postrimerías de la última guerra de los Balcanes (1991-1995) pasé varios meses trabajando en Bosnia y Herzegovina. Tenía mi base operativa en la capital del sur, Mostar, aunque me desplazaba a menudo por el resto de un país totalmente devastado por la guerra. Uno de los problemas era saber en cuál de los tres bandos (serbios, croatas o musulmanes) me encontraba cada vez que cruzaba un barrio o, a menudo, simplemente una calle. Buscaba banderas, me fijaba en las matrículas de los coches o incluso en las tumbas de cementerios improvisados en parques públicos para situarme y evitar meterme en problemas con los habitantes locales, aunque la verdad es que quedaban pocos locales y sí muchos refugiados. Aquella experiencia me marcaría para siempre.
Como es sabido, aquel conflicto fue la herida más sangrante de la Europa surgida de la Segunda Guerra Mundial, ya no sólo por su crueldad infinita sino por la incapacidad y la desunión que mostró el Viejo Continente para buscar soluciones. Allí en Bosnia nos encontramos muchos españoles, cooperantes, periodistas, militares y gestores atraídos por la enorme implicación emocional, política y militar española en aquella guerra. También había muchos catalanes puesto que la Ciudad Condal, con su alcalde Pasqual Maragall al frente, había declarado a Sarajevo como su undécimo distrito. Creo que una de las razones profundas de aquel inmenso impulso solidario fue la empatía que sentíamos con una tragedia con muchas reminiscencias de nuestra propia Guerra Civil: familias rotas, pueblos partidos, amigos que habían acabado matándose y que de pronto empezaban a despertar de la pesadilla con una pregunta recurrente: ¿cómo hemos llegado a esto?.
En mis viajes a España, mis amigos me pedían que les explicara aquel galimatías étnico. Yo les respondía que bastaba unos líderes fanáticos con control sobre los medios de comunicación para inflamar las pasiones identitarias que conviven en cada rincón de la geografía europea. En aquel momento, una situación así sonaba a ciencia ficción en España y en Cataluña aunque teníamos aún el recuerdo muy vivo del franquismo y sufríamos la sinrazón del conflicto vasco. Entre los catalanes que nos encontramos allí estaba Raúl Romeva, entonces politólogo destacado de ICV y ahora líder independentista encarcelado en Lledoners. Romeva estaba estudiando las raíces del conflicto que se inició con la llegada de un nacionalista radical, Slodoban Milosevic, a la presidencia serbia en 1989, auspiciado por una cuestión kosovar que 30 años después sigue aún pendiente de solución.
Romeva conocía perfectamente la importancia de la crisis eslovena en la explosión territorial que aconteció allí, como sabe perfectamente que en Cataluña no concurren ninguna de las condiciones que se dieron en la independencia exprés de Liubiana: una comunidad étnica y culturalmente homogénea, un marco legal que admitía el derecho de secesión, una aplastante mayoría social a favor de la independencia y, sobre todo, la ayuda decidida de la reunificada y ya todopoderosa Alemania. Todo ello le facilitó el reconocimiento inmediato de algunos países europeos, poniendo en evidencia que entre las muchas carencias de la UE estaba la de una política exterior común.
La UE aprendió de aquella trágica experiencia y merced al esfuerzo ímprobo de gente como Javier Solana se comprometió a actuar de manera coordinada en futuros conflictos, cosa que está cumpliendo con una eficacia razonable en crisis como la de Ucrania. Romeva sabe perfectamente pues que la UE no aceptará jamás una escisión unilateral en su seno porque daría alas a sus tensiones identitarias internas, pero no lo dice.
En definitiva, la vía eslovena exacerbó la guerra de banderas en la antigua Yugoslavia y arrastró en cadena las masacres de Croacia y Bosnia, un país éste último aún hoy dividido en tres entidades y con los odios enquistados.
Dudo que Torra y sus CDR ignoren todo esto (bueno, los CDR seguro que lo ignoran) pero en el metalenguaje independentista el defender la vía eslovena como Torra, la quebequesa, o la lituana y la kosovar como hizo Junqueras, cuenta. En sus delirios de pensamiento mágico, cada uno propone un nuevo giro, un nuevo modelo, a cuál más alejado de la realidad social e histórica catalana.
Se podría pensar que la propuesta eslovena de Torra no es más que un nuevo episodio de la pugna eterna entre indepes hiperventilados y realistas, pero diría que el sentido profundo de esta identificación con un país en el que la independencia costó decenas de muertos y centenares de heridos es continuar con la línea iniciada por Marta Rovira y sus “calles llenas de muertos”, que consiste en ir normalizando el lenguaje de la violencia como vía de acceso a la independencia. En una España y una Europa en que los nacionalistas de todo signo vuelven a marcar la pauta, personajes como Torra inflaman los ánimos y otros acabarán pegándose en su nombre. Y algún día nos preguntaremos: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?