El Madrid de los chascarrillos le cuelga a Francisco (Paco) Fernández Ordóñez el alias de Superpaco. Él resume la reforma fiscal en un país sin impuestos; enhebra la primera Ley del Divorcio y la versión ligera de la interrupción del embarazo que ahora combaten PP y Vox, cuando sacan del armario su visión más pacata. Fernández Ordóñez practica el patriotismo, no de bandera, sino de Derecho; brilla en el último tramo de la entrada de España en la CEE, cuando Jacques Delors, el presidente de la Comisión más longevo en el cargo, habla ya de fundar la actual Unión Europea. Desempeña varias carteras en la etapa de Adolfo Suárez y como ministro de Exteriores de Felipe González reconvierte el lejano Acuerdo Preferencial de Fernando Maria Castiella; tira de Ullastres, el embajador español permanente en Bruselas, y nos planta en el corazón de Europa.
La caída de dos ministros de Franco, Barrera de Irimo (Hacienda) y Pío Cabanillas Gallas (Información y Turismo), abre el melón de la Transición. Entre ambos ministros, Ordóñez encuentra una rendija desde su cargo de presidente del INI y esculpe sin palabras la España democrática. Efectúa un sorpaso silencioso; a pocos meses de que se apague la lucecita del Pardo lanza el dardo liberal decisivo sobre los pasillos de la Moncloa, donde se mantiene el continuismo, en el llamado Espíritu del 12 de febrero de Arias Navarro, frente al búnker del gironazo (un artículo recalcitrante de Girón de Velasco en el que exige la presencia de los cuarteles en la calle, más allá del clásico rumor de sables).
Fernández Ordóñez diseña la España del futuro en el seno del antiguo régimen y participa como uno más entre los padres de la Constitución; es el auténtico mago del entrismo, la carcoma que desmonta el pasado autoritario desde dentro; libera las instituciones antes de que caigan finalmente en la monotonía del eterno retorno. Es marginado por Fuentes Quintana en los Pactos de la Moncloa, pero contribuye a la libertad económica de una España en mantillas, apoyada en el último bastión de la autarquía. Precisamente entre las dos columnas de ese bastión, el INI creado por el almirante Suanzes y el INH de Claudio Boada, emerge Superpaco con la intención de desmantelar los monopolios de la oferta y dar los primeros pasos hacia la futura privatización de empresas como Iberia, Telefónica, Tabacalera y Endesa.
Se lleva igual de bien con liberales, al estilo de Luis Sánchez Agesta, el llamado rector-rojo de la Autónoma de Madrid, con rojos puros de entonces, como Ramón Tamames y Santiago Roldán, o con la generación posterior de los Julio Segura, Gonzalo Gil o Pepe Pérez. Después de pasar por la cuna del Colegio del Pilar, y licenciarse en Derecho, se forja en el Instituto de Estudios Fiscales; habla de tú con los ministrazos del pasado y juega al mus con funcionarios y jefes de prensa, sobre el mantel del clásico cocido de menú, en la elegante Taberna de Pedraza de la calle Zurbano. Siempre supo regalar información contrastada, escamoteando a la fuente. Es uno de los 10 hijos del ingeniero de Caminos Fernández Conde, formado desde niño en el ambiente tolerante, liberal y humanista de la alta burguesía madrileña, pegada a las instituciones económicas del Estado.
Superpaco es un arquetipo del tardofranquismo. Funda el Partido Social Democrático Español (PSDE), en la estela final de Dionisio Ridruejo, el viejo exfalangista, fallecido en 1975, por el que siente una enorme admiración. Aquel PSDE fue un partido de cuadros salidos de la alta Administración; un trotskismo en estado puro, que compara al generalato español con el zar Nicolás. Forja la unificación de tres pequeños equipos socialdemócratas —USDE, PSDE e ISDE— bajo las siglas de la federación FSD, acompañado por el catedrático de Economía José Ramón Lasuén. Ambos publican en las revistas de referencia del gran cambio, como Papeles de Economía Española e Información Comercial Española, coordinadas desde el Ministerio de Economía por el citado Fuentes Quintana, el sabio de Carrión de los Condes. Es un letrado de fundamento humanista y economista vocacional, asiduo visitante de las salas de arte y amante de la poesía –nos dejó una herencia de sonetos y hexámetros luminosos que no han visto la luz– al que conocimos acompañado siempre de su esposa y amiga desde la infancia, la vallisoletana Mari Paz García Mayo, de familia militar y de enorme cultura.
Cuando Superpaco nos dejó, en verano de 1992, había firmado el Tratado de Maastricht. Era demasiado joven, pero ha tenido tiempo de abrir la puerta entre Europa e Hispanoamérica desde España; es consciente de que en la Administración se pueden arreglar muchos entuertos si no tienes miedo de que te llamen fontanero; aprovecha su misión como jefe de la Diplomacia España en el segundo Gobierno de González para encarrilar pactos con naciones deficitarias en derechos a las que ofrece ingente ayuda para alcanzar el sufragio activo. Tiene un trato amable, aunque su voz parece hacerse oír desde un alto muecín.
Después del intento fallido de unir la federación, FSD, con el PSP de Enrique Tierno Galván, Fernández Ordóñez se une al Centro Democrático de Adolfo Suárez. Desde José María de Areilza, Fraga Iribarne o Torcuato (Tato) Fernández-Miranda, hasta el último de la fila, casi todos desconfían de Suárez; todos menos Superpaco, que pronto desempeñará la cartera de Hacienda y consolidará su posición, tras la renuncia de Fuentes. Es el momento de la reforma fiscal, el descorche en España del IRPF y paralelamente del primer gravamen sobre el patrimonio, considerado una afrenta por parte de los sectores oligárquicos del país, emblematizados por los siete grandes –el Banesto de los Garnica y Gómez Acebo, el Central de Escámez o el Bilbao de los Ibarra o los Oriol y Urquijo, el Vizcaya de Pedro de Toledo, o el Hispano Americano de aires coloniales–, la burguesía mesocrática del margen izquierdo del Nervión o el retardatario sector de la nobleza latifundista.
Superpaco es alto de miras y parco en palabras. Sabe que solo se avanza rompiendo amarras. Si no queréis taza, tendréis taza y media: en 1981, en un cambio de tercio atigrado tras el intento de golpe de Tejero, Ordóñez anuncia la Ley del Divorcio con el respaldo de la oposición liderada por el PSOE y el rapapolvo de la jerarquía eclesiástica. La estampida de los despachos es comparada por su aplomo con la pacífica revolución de los paraguas de Praga frente a los tanques soviéticos; hay quien entona por los pasadizos el Grándola Vila Morena pensando en el fin del Portugal autoritario, pocos años antes. El caso es que, sin necesidad de desenfundar nada, la Transición ha resultado imparable.
El día que la Ley del Divorcio sale en el BOE se abre un conflicto diplomático entre la Santa Sede y Madrid, coincidiendo con la salida del reformista cardenal Tarancón de la Conferencia Episcopal que deja en manos de Gabino Díaz Merchán, un prelado peleón, apoyado por el evangelismo anticonciliar. Pero el ministro de ministros, con guante de seda, le planta cara al representante del Vaticano a la manera de Cornelio Centurión ante el puritanismo de los primitivos cristianos. La economía y el derecho le interesan a Ordóñez, pero no menos que el laicismo de un Estado democrático. Ha dejado atrás las vacilaciones de muchos ante la necesaria amnistía del 77; en aquella ocasión se unió a los que propulsan la medida de gracia, frente al Arias Navarro más duro. Estuvieron en la lista Cavero, Corteza, Camuñas, Alzaga, Miralles, González Seara, Garrigues Walker, Múgica, Enrique Barón, Pallach, Raventós, Azcárate, Gil-Robles, Vidal Beneyto o Morodo, entre otros, que sacarán de las cárceles de Franco miles de presos políticos.
Superpaco ha sorteado catástrofes y hasta comedietas quevedescas de tenedor y mantel, como la de una noche de diciembre, en pleno secuestro de Antonio Oriol por parte del Grapo, cuando un grupo numeroso de personas se reúne para asaltar presuntamente la presidencia del Gobierno en señal de protesta contra un Ejecutivo débil. Era imposible, pero pareció plausible. Suárez, Gutiérrez Mellado, Rodolfo Martín Villa y Alfonso Osorio estaban reunidos, cuando los ujieres del edificio cerraron con doble llave puertas y ventanas de Castellana, 3, bajo el mando del teniente general Andrés Cassinello, el jefe del CNI de la época. Ordóñez desactivó operetas, detuvo innecesarias exageraciones y estuvo atento ante lo más crudo del terrorismo etarra en el paréntesis absolutamente democrático que va desde el atentado de Atocha –el asesinato de abogados laboralistas de un conocido despacho de Madrid, perpetrado por un comando de extrema derecha– hasta la legalización del Partido Comunista y la llegada a España de George Marchais del PC francés y Enrico Berlingüer del PCI italiano para felicitar al líder español, Santiago Carrillo. Ve con buenos ojos la fiesta del eurocomunismo basado en la aceptación de la OTAN, como brazo de defensa en la Europa occidental. No hay marcha atrás posible.
Su mirada intelectual no se alimenta exclusivamente del brazo jurídico de la Brigada Aranzadi. Mucho antes de que caiga el edificio represor de la posguerra, Fernández Ordóñez y su compañera Mari Paz son asiduos a las exposiciones del grupo El Paso, los pintores y escultores que rompen amarras en la capital, como lo hace en Barcelona el Dau al Set. Luis Feito, Juana Francés, Manolo Millares, Manuel Rivera, Antonio Saura y Pablo Serrano reviven el Madrid elegante de Sabatini, mezclan el verde del Retiro o de la Granja con la línea clara y el ladrillo granítico que será un continuo hasta nuestros días; y cuelgan en sus paredes los cuadros de la Escuela de Vallecas, la troupe surrealista de Benjamín Palencia y Alberto Sánchez. En aquellos años, la ruptura del diseño posmoderno empoderado en el racionalismo de Le Corbusier hace por fin su aparición desacomplejada en Madrid, bajo la influencia lejana de urbanistas sobresalientes, como Oscar Niemeyer, Alvar Aalto, Richard Neutra o Ludwig Mies van der Rohe. La vanguardia deja un pósito indiscutible en la capital.
Superpaco y su compañera se pasean por exposiciones y remates de colecciones particulares. Adoran la música; gozan de una buena amistad con el compositor Ernesto Halffter, con quien comparten la cita repetida de Platón: “La música da alma al universo, alas a la mente, vuelos a la imaginación y consuelo a la tristeza”. Bajo el sol de invierno a media tarde parece haber vuelto a Madrid, el ciudadano Salamanca y Mayol, aquel marqués artista que rediseñó el Pardo y se hizo construir un palacio neoclásico en Recoletos. El país afronta una etapa inflacionaria que enriquecerá a unos pocos, pero dejará sobre la piel de España la apuesta optimista en años venideros y difuminará el recuerdo de un país aislado y pobre.
Fernández Ordóñez abandona, en agosto de 1981, la disciplina de UCD en el crepúsculo del centrismo, la pausa malograda. Levanta su nueva frontera: el Partido de Acción Democrática (PAD), pero el presidente de las Cortes, Landelino Lavilla, rechaza su petición de constituir grupo propio, en ambas Cámaras, Congreso y Senado. Ante este parón legislativo no se detiene: se pasa con bagajes al PSOE y alimenta con su gente las responsabilidades ministeriales de Felipe González, en la mayoría absoluta de diciembre de 1982. Desaconseja al nuevo presidente la desmembración del holding de la abeja de Ruiz-Mateos y el proceso contra Jordi Pujol por el caso Banca Catalana; pero llega tarde a una decisión marcada por el guerrismo y ejecutada por el titular de Economía, Miguel Boyer. Abandona temporalmente la política para ser presidente del Banco Exterior de España.
La vuelta de Superpaco marca de lleno el segundo Gobierno de Felipe. Desde el Banco Exterior ha servido al Estado convenciendo al presidente de Francia, Giscard d’Estaing, y acercando a la Moncloa al influyente embajador francés Pierre Guidoni. Cuando Ordóñez toma posición de su último mandato, España ha entrado en la CEE y él se consagra en despejar las incógnitas de Seguridad, Defensa y Magreb. Felipe lo tiene claro; ha decidido que su sucesor sea el jefe de la Diplomacia española, especialmente después del final de la Perestroika y la caída del Muro de Berlín, en noviembre de 1989.
Superpaco, gravemente enfermo, ofrece su último servicio: la Conferencia de Paz Árabe-Israelí en Madrid, en octubre de 1991. Sienta las bases para los acuerdos de Oslo, pero cuando el premier israelí, Isaac Rabin, Premio Nobel de la Paz, es asesinado en 1995, Superpaco lleva tres años desaparecido. Es demasiado tarde. El destino lo ha querido así. Hoy, ante el atropello en la Franja de Gaza, un amplio sector de la opinión sigue considerando a Ordóñez un hombre sencillo y partidario de la paz; un sabio, metido en el traje de un político de raza, una mezcla de rapidez y templanza en el ejercicio del deber.