Andalucía se ha convertido en el laboratorio de la política nacional. Básicamente, por ser la región con más población de España. Y en buena medida porque su autonomía --considerada "histórica" según su Estatuto, lo que la sitúa en igualdad de condiciones con la catalana, la vasca o la gallega-- cuenta con suficiente peso político (potencial) para condicionar el debate territorial. También por un hecho indiscutible: en el sur es donde ha comenzado el nuevo ciclo político que a lo largo de 2019 reconfigurará el mapa de poder que saldrá de las elecciones locales, autonómicas, europeas y, quizás, estatales.
Un mes después del 2D, fecha del gran terremoto andaluz, equiparable a la caída de Troya, las tendencias de opinión apuntan que el viraje político que se ha producido en la región --pasar de casi 40 años de hegemonía socialista a un tripartito tácito entre PP, Cs y Vox-- tiene una indudable proyección a escala nacional, con independencia de las particularidades territoriales.
Sondeos y atomización
Los sondeos así lo indican: esta semana una encuesta de Sigma Dos para El Mundo auguraba que la formación ultraderechista podría entrar en el Congreso con un 13% de intención de voto, una cuota que presuntamente les otorgaría 45 diputados. Lo relevante no es tanto la representatividad (notable, pues el punto de partida de Vox es su condición extraparlamentaria) sino sus efectos: sus escaños, sumados a los del PP (70-74) y Cs (66-70) les garantizaría una hipotética mayoría absoluta de 176 diputados.
El CIS enfriaba hace tres días este pronóstico, pero sí admitía que la extrema derecha es un actor político que va a instalarse en unas instituciones donde las mayorías rotundas han dejado paso a un escenario de atomización general que obliga a todos los partidos a pactar. Esto es: a compartir la influencia y el poder. Es justo lo que ya está sucediendo al sur de Despeñaperros: quien no es capaz de negociar nada con nadie, como es el caso de Susana Díaz, se convierte en irrelevante. Nadie puede ya imponer líneas rojas ni mantener posturas maximalistas. Nada es inamovible: las posiciones tradicionales se convierten en propuestas móviles y, en algunos casos, directamente en mudables.
Albert Rivera (izquierda) e Inés Arrimadas (derecha) abrazan a Juan Marín (centro), candidato de Cs Andalucía / EFE
La izquierda estancada
El tablero político local augura una tendencia con repercusión nacional: el bloque de los partidos de izquierdas está estancado, lo cual supone una debilidad. Las derechas, en cambio, pese a su creciente fragmentación, pueden articular nuevas mayorías, aunque su solidez sea relativa por la competición interna existente entre ellas. Del escenario de la política nacional aquí solo está ausente un factor: el nacionalista, condicionante histórico de la vida pública española. Su influjo no será interno, pero tampoco podemos considerarlo neutro. Todo indica que éste será uno de los ámbitos de mayor proyección externa del bloque PP-Cs-Vox, que mantienen una posición coincidente sobre el desafío independentista en Cataluña.
De hecho, esta cuestión, junto a la voluntad de desalojar al PSOE de la Junta, es uno de los pilares del acuerdo del cambio. En otros asuntos --como se ha demostrado esta semana tras el órdago de Vox con las leyes de género-- existen posiciones encontradas o importantes diferencias de matiz (léase en la reducción de la administración autonómica o en el futuro de Canal Sur, la televisión pública andaluza). Pero no sucede lo mismo en relación al papel que la Junta debe jugar a partir de ahora en la obligada y conflictiva discusión territorial.
Voto por el cambio
El preámbulo del acuerdo político suscrito por PP y Cs, y en cuyo contenido Vox aspira ahora a influir, no deja lugar a las dudas: "Los andaluces han votado cambio pocos meses después de que el Gobierno de España pactase su acción de gobierno aliándose con quienes solo quieren romper la unidad de España. Los andaluces nos han revelado un mandato claro: que desde el Gobierno de la Junta de Andalucía defendamos la unidad de España Constitucional frente al independentismo radical, haciendo que el pueblo español siga siendo el sujeto de la Soberanía Nacional". Perfectamente podría ser una proclama redactada por Vox, aunque no sea el caso. ¿O quizá sí?
Militantes de Vox con banderas españolas celebran los doce diputados conseguidos el 2D en Andalucía / EFE
El cambio político, al menos sobre el papel, no se sitúa en general en posiciones extremistas. Todo lo contrario: PP y Cs tienen cerrado un acuerdo de casi 30 páginas con las medidas concretas que quieren aplicar en sus primeros 100 días de gobierno. Con independencia de los matices que consiga introducir Vox para apoyar la investidura de Juan Manuel Moreno Bonilla (PP) como presidente de la Junta, el núcleo duro del acuerdo está hecho. Y sus líneas globales incluyen la defensa de los servicios públicos esenciales --educación, salud y dependencia, descuidados por Díaz en los últimos cinco años-- y la asunción de políticas contra la violencia de género, entre otras tradicionales banderas de la izquierda, como el respeto al marco autonómico, que se pretende reformar pero no eliminar.
Un Gobierno reformista
De partida, el acuerdo entre PP y Cs tiene un rostro que lo acercaría más al centro reformista que a la derecha. Ambos partidos han acordado rebajar impuestos y compensar los ingresos regionales con medidas de ahorro gracias a la disminución (en unos casos) y la eliminación (en otros) de la administración paralela creada por los socialistas en sus 40 años de gobierno, así como por el desmantelamiento de la red clientelar heredada. Estos cambios no solo son posibles, sino que en el sur gozarían de un amplio respaldo social, a excepción de los empleados públicos y sindicatos afectados, que se resistirán a cualquier reforma, pero cuyos argumentos --básicamente sus privilegios-- son rebatibles ante la opinión pública por el nuevo Gobierno andaluz. Entre invertir el dinero en hospitales y colegios o pagar contratos millonarios a las productoras externas de Canal Sur, que juega un papel político progobierno, la decisión que gozaría de mayor apoyo popular cae por su propio peso.
El reparto del poder también está claro, aunque la composición final del Gobierno dependerá de las negociaciones abiertas hasta el 16 de enero, previsible fecha del debate de investidura. PP y Cs han pactado un reparto al 50% de las consejerías, que serán menos --ahora hay 13-- y es posible que, igual que las dos principales magistraturas autonómicas (la presidencia y vicepresidencia de la Junta), algunas competencias clave se dividan por la mitad para evitar que uno de los dos socios tenga más poder que el otro. Es lo que se espera que suceda con la cartera de Economía y Hacienda, que Cs reclama como compensación a su renuncia a la presidencia pero que el PP se resiste a ceder por completo porque de ella depende el presupuesto.
La izquierda, dividida
En lo demás, la hoja de ruta está clara: auditar en su integridad la Junta (una tarea que suministrará al nuevo Gobierno una munición infinita contra los socialistas) y reformar el monstruo burocrático que es la administración andaluza. Es la única manera de mantener los servicios públicos y, al mismo tiempo, rebajar la presión fiscal. Vox se quedará fuera del gobierno, aunque sus 12 diputados pueden jugar un papel importante en caso de que PSOE y Adelante Andalucía hagan causa común. Ahora mismo esta opción es remota: las pésimas relaciones entre los socialistas y la confluencia Podemos-IU no vislumbran un bloque de izquierdas con unidad parlamentaria de acción.
Lejos de ser una debilidad, la geometría variable propia de una cámara legislativa fraccionada permitiría a la alianza PP-Cs pactar con la izquierda cuestiones sociales y recabar el apoyo de Vox para, por ejemplo, definir la posición institucional de Andalucía en el debate territorial. La capacidad del partido ultraderechista para condicionar la política regional, lejos de aumentar con el tiempo, puede verse muy limitada tras la investidura. Justamente este factor explica los fuertes tirones que Santiago Abascal y Cía están dando en el tramo final de las negociaciones.
Susana Díaz, última presidenta de la era socialista en Andalucía / EFE
La 'guerra civil' en el PSOE
La pulsión de cambio evidenciada en las elecciones y los intereses electorales de Vox a escala nacional dirigen el cambio político en Andalucía hacia su episodio final tras el control de la mesa del Parlamento, que es la entronización de Moreno Bonilla como presidente de la Junta y la salida del PSOE del palacio de San Telmo. Díaz, la última presidenta de la era socialista, sigue sin asumir su derrota y pretende presentarse a una investidura sin tener ni los apoyos necesarios ni tampoco la competencia legal para poder decidirlo.
No es descartable que en la sesión para elegir al nuevo presidente de la Junta ponga en escena un drama victimista, alegando que la nueva mayoría política le impide intentar ser designada presidenta.
¿Un drama?
Da la impresión de que ésta va a ser la línea maestra de su nueva etapa sin poder. La líder socialista ha decidido enrocarse en el Parlamento y pretende mantener una cohorte de fieles usando los ayuntamientos y las diputaciones como cobijo presupuestario temporal, con la esperanza de que Ferraz no se atreva a promover una rebelión interna que la saque definitivamente del tablero.
A lo largo de este mes ha celebrado reuniones privadas con todas las grandes agrupaciones provinciales para medir apoyos y calibrar desafectos, justificando su derrota por la política de Moncloa con los nacionalistas. Su intención es resistir contra viento y marea. El único problema es que, en la política meridional, las lealtades personales son tan efímeras como una puesta de sol. Todos los días hay una distinta. En el PSOE andaluz suenan los clarines de una guerra civil. Esta vez no se harán prisioneros.