El independentismo sigue jugando al rugby. Lo lleva haciendo desde los primeros años del proceso. Patada a seguir y Dios dirá. Y realmente Dios tiene mucha importancia en el ideario de Quim Torra, católico ferviente, que ha decidido tapar sus errores de bulto de las últimas horas con un reto a Pedro Sánchez que le une a la derecha española: si en noviembre no hay señales de una oferta sobre un referéndum de autodeterminación, los partidos independentistas no apoyarán al PSOE en el Congreso. Con ello desgasta a Sánchez, justo lo que pretenden el PP y Ciudadanos, que dan por hecho que los socialistas lo tienen todo acordado con el independentismo.
El plazo, sin embargo, no era necesario. Ni noviembre ni el próximo año. El Gobierno se plantó. Lo hizo primero el primer secretario del PSC, Miquel Iceta, al señalar que ese referéndum no tendrá lugar. Y, poco después la portavoz del Ejecutivo, Isabel Celaá, contundente, al plantear a Torra que elija entre “el salto al vacío y un 155 perpetuo”.
Esperar al 27 de octubre
Pero Torra ya había enviado su mensaje. Se sabe en falso. No puede cumplir el propio papel que le asignó Carles Puigdemont, porque es un activista convencido, y de la misma forma que cree en Dios, cree en un pueblo de Cataluña soberano, en una parte de la sociedad que él ve como un todo, y es capaz de animar a los comités de defensa de la república para que sigan “apretando”, o de saludar a los acampados en la plaza Sant Jaume, cuando poco después serán desalojados por los agentes de los Mossos d'Esquadra.
El reto, sin embargo, es serio. Y la derecha española lo observa con lupa. ¿Quién convocará antes las elecciones? Torra sólo lo puede hacer a partir del 27 de octubre, que es cuando se cumple un año desde la convocatoria electoral de 2017, la que firmó, precisamente, Mariano Rajoy. Por tanto, necesita un mes, el tiempo que le da a Sánchez. En ese momento se plantará en el Parlament, y dejará en manos de la mayoría independentista implementar la república, con otro choque con el Estado --cosa que Esquerra no desea de ninguna manera— o la convocatoria electoral.
Estatut, no autodeterminación
Y con esa última decisión sí coincidirá con Puigdemont, que podrá ser, otra vez, candidato de su nueva criatura política, la Crida Nacional per la República, en unas elecciones que podrían llegar en enero, si se convocan a principios de noviembre, justo cuando se inicie el juicio a los políticos presos. Con ello, se elevaría el choque con el Estado, justo lo que quieren Puigdemont y Torra.
El foco ahora se dirigirá hacia la figura de Pedro Sánchez, que, visto que el independentismo no quiere saber nada sobre un acercamiento que tenga en el Estatut el anclaje de un nuevo acuerdo, puede justificar la convocatoria electoral cuando quiera, aunque eso fuera sucumbir a las presiones del PP y Ciudadanos, que han decidido un acoso y derribo al presidente del Gobierno.
Torra, por libre
Hay una pieza fundamental, y es Esquerra Republicana, que guarda silencio. Todo el partido depende de Oriol Junqueras, que lanza mensajes, pero ninguno claro y preciso. Lo que saben es que Torra incumplió el acuerdo. Y su reto a Sánchez fue por libre. Lo que se había pactado es una referencia a ese apoyo en el Congreso, pero no a cambio de un referéndum, sino de un “diálogo político”.
La frase estaba clara, pero no la pronunció Torra en el discurso en el Parlament: “El independentismo no podrá garantizar ninguna estabilidad en el Congreso si Pedro Sánchez no entra en un diálogo político de fondo sobre Cataluña”. Eso era lo pactado.
¿Gobierno del PP y Cs?
¿Esquerra tiene la fuerza suficiente para plantarse ante Torra y Puigdemont? Esa es la incógnita, mientras el presidente catalán prefiere aliarse con la derecha española –Torra, de hecho, es la derecha catalana— para erosionar a Sánchez.
Sólo la posibilidad de que se pueda establecer alguna aproximación, algún diálogo, es motivo para que el PP y Ciudadanos carguen contra Sánchez. Perfecto para el independentismo: que mejor que un Gobierno formado por una coalición entre PP y Ciudadanos, que se plantee, incluso, ilegalizar los partidos independentistas, como ha sugerido Pablo Casado. Torra y Puigdemont podrían cohesionar de nuevo al independentismo, con un enemigo común, cuando ahora están cabizbajos, rotos y divididos por los actos de violencia que se han producido.