Es un atributo recurrente que fotografía con máxima definición: los tres últimos presidentes de la Generalitat de Cataluña desde su reinstauración democrática tienen, han tenido o tendrán cuentas que saldar con la justicia.
Ha sucedido en otras autonomías, en ayuntamientos e incluso ha rozado a los gobiernos centrales, pero la propensión catalana a convertir a sus líderes en mártires de la causa nacionalista llega tan lejos que Artur Mas, Carles Puigdemont y Quim Torra han sorteado en las urnas el castigo por sus errores y altanerías, pero son incapaces de eludir la acción de los tribunales.
Torra debe ocupar este lunes el banquillo de los acusados del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC), la instancia encargada de juzgar los asuntos que afectan a personas con aforamientos políticos. Al actual presidente catalán se le imputa un delito de desobediencia a las juntas electorales que le conminaron a retirar de los edificios públicos los lazos y otros iconos relativos a los políticos condenados durante las elecciones generales del pasado abril. No hay que ser experto jurista para intuir que al actual jefe del Ejecutivo catalán recibirá una condena de inhabilitación. Sobre todo, a la vista de que el propio Torra en su primera declaración admitió la desobediencia y la justificó con peregrinos argumentos políticos.
Andan los nacionalistas con la calculadora en la mano. ¿Cuándo se promulgará la sentencia del TSJC? ¿Cuánto podrá demorar su efectiva aplicación la defensa de Torra por la vía del recurso al Tribunal Supremo y luego al Constitucional? ¿Cuándo será efectiva y que efectos electorales comportará? Tanto en los ámbitos de ERC como en los de JxCat hacen números con ese elemento para determinar cuántos meses de 2020 transcurrirán antes de convocar unas nuevas elecciones autonómicas. Cataluña, una vez más, sometida al calendario judicial. Estamos igual que ante el reciente juicio del Supremo o de las sentencias que dejaron a Mas fuera del escenario político y con sus bienes embargados. El futuro de los catalanes, sus políticas, presupuestos y decisiones estratégicas siguen embarrancadas por la judicialización de la política.
Además, el nacionalismo postconvergente debe localizar un sucesor para Torra en caso de que resulte condenado. Una sentencia que le inhabilite le impedirá concurrir a cualquier proceso electoral, incluso aunque el fallo no sea firme. No podrá lanzar otro órdago a la justicia, como hicieron algunos de sus compañeros de travesía. Dicho sea de paso: para muchos nacionalistas Torra es un presidente incendiario al que apoyan por no separarse del conjunto de la reivindicación. Muy pocos, en cambio, le reconocen capital político a preservar. Los episodios más recientes de violencia en las calles de Barcelona y de tensión entre Mossos y CDR han ampliado el reproche sobre su populismo irresponsable.
Depende de qué fecha tenga la próxima convocatoria electoral catalana, Artur Mas puede haber cumplido con su pena de inhabilitación (acaba el 23 de febrero del próximo año). Si Puigdemont no hubiera nucleado ese espacio electoral alrededor de su propia figura mientras Mas pasó a jugar de jarrón chino, existían voces que veían en el expresidente una figura todavía válida para revitalizar los restos de la antigua Convergència o del más reciente diluido PDeCAT. Mas se ha dejado querer. Ni sí, ni no, ni todo lo contrario. Parece que el Astut deja alguna puerta abierta por si aún reuniera fuerzas y algún adepto con los que regresar a la primera división de los partidos.
A la vista de los resultados electorales que se suceden durante 2019, cabe especular con que el próximo presidente catalán, aunque sea independentista, es más probable que proceda de ERC que del entorno político de los sucesores de Jordi Pujol. Con Oriol Junqueras en prisión, Pere Aragonès emerge como la cara pragmática de una formación que desearía ocupar el legado de CiU. La negociación de los presupuestos y la capacidad para evitar una guerra fratricida entre nacionalistas dentro y fuera del poder ejecutivo darán la medida de un dirigente sobre el que el mundo empresarial redobla las apuestas como solución temporal al disparate de los últimos años.
Tanto el eventual ascenso de Aragonés, como el rescate de Mas, dependerán en todo caso de dos elementos apartados, pero que se solapan entre sí. El juicio que comienza hoy, que determinará el calendario político catalán, y la formación de un gobierno español cuya aritmética parlamentaria provoque que el Madrid cortesano apueste por una u otra vía para empequeñecer el contencioso separatista.
De entrada, algunas cosas han cambiado gracias a la perseverancia de la justicia. Recuerden aquellas perfomances que preparaban paseíllos de Artur Mas y sus consejeros desde el Palau de la Generalitat hasta la sede del TSJC. Aquellos escenarios situados junto al tribunal desde los que se lanzaban todo tipo de proclamas y se desmerecía la acción de los jueces, aquellos coros de palmeros que acompañaban a las autoridades, aquellos insultos a la fiscal Ana María Magaldi en las inmediaciones de la sede del tribunal, todo eso quedará para la historia. Hasta los presidentes más enloquecidos por el separatismo han aprendido que amedrentar a los jueces en su casa es un consejo que no daría ningún abogado defensor cuerdo. Y Torra ya es el tercero que lo comprueba.