Los ingleses, o los angloparlantes, siempre encuentran una expresión que resume de forma sintética cuestiones que al español le cuestan más vocablos. La globalización ha conseguido que todos seamos un poco más anglófilos. De ahí que algunos políticos hayan elevado al nivel de lenguaje de moda el concepto lawfare. Lo usan para justificar una supuesta batalla legal de la que son objeto, lo que les exime la crítica sobre sus responsabilidades como gobernantes.

El principal ejemplo anida en el Ayuntamiento de Barcelona y su equipo político. Ada Colau, la alcaldesa buñuelo de la Ciudad Condal, está tristemente emperrada en victimizar sus años de gestión con la coartada de que es objeto de una guerra legal contra sus actividades. Un lawfare que según sostiene guarda relación con los omnímodos poderes económicos y la ultraderecha más despreciable.

Los comunes y sus representantes se quejan de que las grandes empresas y los poderes ocultos les han torcido el brazo con una denuncia por sus prácticas nepóticas y clientelares y los han obligado a pasar por los juzgados para que expliquen las subvenciones de dinero municipal entregadas a entidades en las que habían estado antes de llegar a la política. Quizá su actuación no resulte delictiva en sentido estricto. Seguro, sin embargo, que es discutible en términos de ética política o moral pública.

Veremos qué alcance tiene esa querella por la que la alcaldesa buñuelo declaró hace unas semanas. De momento, su santidad peronista se ha dedicado a señalar a los críticos con su gestión por practicar una guerra legal y jurídica que le causa estrés político. Un lawfare que, en su opinión, solo pretende dinamitar su condición igualitaria. En ningún momento la portadora de la vara de mando ha entrado al detalle de esas subvenciones para justificar que estuvieran bien otorgadas, fueran justas y su concesión se ejecutara de acuerdo con los protocolos de control de la institución que preside.

Las cosas no son nunca como las relatan los políticos. En el caso de Colau y el resto de buñuelos y fritangas que la acompañan son siempre más retorcidas. Para construir su discurso necesita criminalizar a una empresa que presta servicios de suministro de agua (como socio de ella en el AMB) o a la funeraria que entierra a los muertos de la ciudad o a quienes se dedican al sector inmobiliario, turístico, hotelero o de movilidad. No le gusta el business, salvo que sus amigos sean los beneficiarios (incluidas plazas de empleo públicas en el consistorio).

La mentira colauita, en la que participan desde la alcaldesa hasta el último de sus asesores próximos, tiene las patas cortas. En su segundo mandato, Colau y los suyos decidieron aplicar la maquinaria jurídica del consistorio de Barcelona para acallar las noticias críticas que Crónica Global o Metrópoli Abierta publicaban. Derecho de rectificación retorcido (hemos pedido el amparo del Col.legi de Periodistes de Catalunya y este órgano profesional ha abierto un expediente ante el Consejo de la Información de Cataluña), demandas y denuncias judiciales ante cualquier información que consideran negativa para sus intereses. Lo llaman fake news para equiparar la crítica a su gestión con una conspiración maquiavélica a la altura de lo que hacen en las redes sociales los rusos o hizo Donald Trump. Como corolario siempre aparece la lágrima que fabrica con facilidad para victimizarse y situar a quienes no piensan como ella en el terreno de la extrema derecha o la extrema estulticia.

No le está saliendo bien. Pierde sentencia tras sentencia y los tribunales, que no viven la política con la inmediatez ni el sesgo partidario de los comunes, nos amparan ante la arremetida de ese populismo con galones. La última ocasión guarda relación con un guardia urbano de Barcelona que se dedicó a insultar a políticos y otras personas desde su condición de funcionario público mientras ejercía de CDR. Nuestro medio lo desenmascaró y ahora la Audiencia Provincial ha emitido una sentencia que pasará a los anales del derecho a la información por evidenciar que si el trabajo del periodista está bien hecho (es riguroso y veraz) no hay razón política para acallarlo. En ese asunto, además de la peculiar idiosincrasia del agente del orden, concurría un elemento capital: el Ayuntamiento de Barcelona tan progre en apariencia se negó a responder a las preguntas periodísticas realizadas antes de publicar la historia.

Colau da instrucciones para que ni hablen ni contrasten con nuestros profesionales hasta el límite de lo inmoral. Integrantes de su gobierno han tenido a bien explicarnos que en los grupos internos de mensajería se opone a comentar nuestros contenidos. Es impostura. Les dice a sus socios del PSC que no quiere saber nada de Crónica Global o de Metrópoli Abierta, pero nos arrastra a los tribunales gastándose un dinero público que podría beneficiar a los necesitados. Puestos a emplear el mismo populismo colauita, los abogados del Ayuntamiento de Barcelona consumen más tiempo de su tarea en evitar que se critique a la alcaldesa que en impedir irregularidades o que la ciudad soporte costes innecesarios en materia urbanística, tributaria o social. La auténtica guerra legal es la que Colau practica contra quienes consideran que su gestión debe fiscalizarse y ser escrutada. Por más izquierdista que se declare, su actuación deviene a menudo sectaria, propia de una suerte de totalitarismo caciquil que casi nunca beneficia a los menesterosos que dice defender.

El auténtico lawfare de Colau no es su queja legítima, sino su praxis. La justicia a la que apela, con la que intenta amedrentar, le priva de la razón (y eso la indispuso contra la empresa suministradora de agua, que le venció en el Tribunal Supremo, hasta niveles enfermizos). Lo que sí hacen los tribunales es mostrarle un camino: menos arrogancia y más transparencia. Ni más ni menos que la que practicaron antaño sus hoy oponentes políticos. Una enseñanza que no le agrada ni tiene intención de asumir desde su altiva atalaya ideológica. Alguien podría decir que la guerra legal, el lawfare de Colau, es un instrumento más de su constante campaña propagandística. A la postre, una forma torticera de esconder los errores y obsesiones ante la reválida de mayo de 2023.