Pasó Sant Jordi, y ha dejado algunas estampas, por bien que remojadas. La fiesta del libro y de la rosa ha puesto de relieve que, al menos en Barcelona, existe una conexión entre la arrebatadora imagen de Casa Batlló por Sant Jordi y el Cafè del Centre, donde se filmó una escena de la película Salvador, dedicada al malogrado anarquista Salvador Puig Antich.

Este vínculo no es nada más y nada menos que el empuje del sector privado. Fueron mentes privadas quienes idearon los balcones de rosas de la casa modernista que Antoni Gaudí levantó en el 43 del paseo de Gràcia. Y fue también una idea empresarial la que ha reactivado el número 69 de la calle Girona, que alberga uno de los salones de café --también modernista-- más antiguos de Barcelona. 

Lo que une a Casa Batlló por Sant Jordi con la reapertura del Cafè del Centre es que las dos iniciativas son exitosas, se enraizan en el tejido cultural, vecinal y económico local y que son de calidad. Son de aquellos proyectos que hacen ciudad, como dicen los que saben, y los dos salen de personas que se juegan el capital. En el monumento, alguien pensó que colocar balcones de rosas por Sant Jordi era una buena idea. Y en la era de la tiranía de Instagram, esa imagen se ha convertido en icono de la festividad. 

Muchos podrán argumentar que si Casa Batlló crea imágenes o experiencias únicas es porque sus propietarios tienen el dinero para hacerlo. Hay un contraargumento: otros muchos son personas de iguales posibles y no aportan tanto a la ciudad como lo hacen los dueños de la casa-dragón de la milla de oro de Barcelona. 

Algo similar rige para los que han reformado y reabierto el cafè en el que --erróneamente-- se cree que se detuvo a Puig Antich, y en el que hay obra grabada de Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina. El Cafè del Centre podría haber acabado siendo otra anodina franquicia, quizá turística, de Barcelona, pero no. Ha renacido como café, cócteles y comida de autor y trata de aportar algo al saturado panorama gastronómico barcelonés. 

Los dos ejemplos de Casa Batlló y el café modernista de la calle Girona ponen de relieve que hay un sector privado que hace algo. Innova, se la juega y prueba cosas. En Barcelona, y en especial en los dos últimos mandatos municipales se ha demonizado sobremanera al sector privado, caricaturizándolo como si fuera un señor con chistera con apetito voraz. Esa obsesión llegó a tal sinsentido que se vetó un hotel Four Seasons en el centro al asegurar que era una "operación especulativa". En su lugar han florecido pisos de lujo que crean muchos menos puestos de trabajo y que cuestan a partir de los 2,5 millones de euros la unidad. Que cada uno valore si valió la pena. 

Otro ejemplo es la Copa América de Vela de 2024. Podrá gustar menos que más, y muchos podrán admitir que alimenta cierta economía de pelotazo. Pero lo cierto es que la oportunidad para Barcelona llegó por contactos personales y un grupo de privados se la jugó, como explicó este medio. Algunos decidieron que la inversión era positiva para la Ciudad Condal, arriesgaron, pusieron un millón por cabeza y trajeron la Auld Mug a la capital catalana. 

Será a posteriori analizar si valió la pena haber sido ciudad-sede de tamaño evento, claro. Habrá que evaluar qué traerá de bueno para Barcelona. Y seguro que es diana para los que quieren hacer negocio a golpe de reconversión. A priori, los indicios deben ser tan buenos que todos los políticos se afanaron en hacerse la foto. Ocuparon el lugar que seguramente otros merecían. De nuevo, los que más lo merecían eran los privados. 

De todo ello, creo, debería extraerse una lección. Hay un sector privado que empuja. Seguro que no es todo. Y seguro que hay peros. Pero existen industriales patronos, pequeños empresarios que crean, innovan y arriesgan. Lo hemos visto en la Casa Batlló, en el Cafè de Puig Antich o en muchos otros ejemplos. Y si ese sector privado se alía con lo público que también arriesga, el resultado solo podrá ser bueno para la ciudad. 

Tengámoslo en cuenta.