Será porque se acercan las elecciones –aunque estamos en campaña permanente– o por otros intereses políticos que se nos escapan a los ciudadanos, pero lo cierto es que, al fin, el asunto de las okupaciones ha llegado al debate público.

Okupas los ha habido siempre, bien que eran algo residual y poco molesto, pero el fenómeno actual obliga a tomar cartas en el asunto. Y ¡oh, sorpresa!, Cataluña lidera las okupaciones (4 de cada 10, 21 diarias) en España, por delante de Andalucía, Valencia y Madrid. Es intolerable a la par que evidente que detrás de estas patadas a la puerta se esconden mafias.

En este escenario, la Cataluña posprocés iba a ir un paso por delante en la lucha contra las ocupaciones ilegales, pero la ruptura del Govern ha dinamitado las iniciativas surgidas de Junts. Los nuevos equilibrios, con las presiones de los comunes, mantendrán la carta blanca para los delincuentes. No, rara vez es gente necesitada de un techo.

Este buenismo de los comunes dice dos cosas. La primera es que no tienen ni idea de la realidad okupacional del territorio. La segunda, que dan por bueno que haya decenas de personas que se instalen a la fuerza en domicilios ajenos; dicho de otro modo, asumen que existe mucha pobreza –Cataluña es una de las comunidades con más pobres– y consideran que fastidiar al propietario es un mal menor. “Que colaboren, ellos que tienen dos pisos”, consideran. ¿No debería la Administración encargarse de estos casos de miseria?

Como se ve, por la vía política, por ahora, hay poco que hacer, así que cada uno debe buscarse la vida si tiene la desgracia de que se le metan en casa. Lo de que la policía puede echar a los okupas dentro de las primeras 48 horas del allanamiento es mentira, no existe ninguna ley al respecto. Toca confiar en que la justicia no se demore. O negociar. O expulsarlos a la fuerza, aunque para ello hay que tener mucho coraje, uno nunca sabe con quién se enfrenta. No parece lo más sensato.

De todos modos, hay casos y casos. Y se ven a la legua. El okupa sinvergüenza, el problemático, el delincuente se pone chulo, conoce todos sus derechos y no tiene prisa en largarse. En cambio, el necesitado, el decente, seguro que es capaz de llegar a un acuerdo con el propietario, ya sea un alquiler bajo o un tiempo prudencial hasta encontrar otro lugar, aunque no es la solución. Malos tiempos para los propietarios y los vecinos que los sufren. Es curioso, pero estos temas nunca afectan a los políticos en primera persona.