La respuesta a la pregunta del título es clara y sencilla: porque quienes lo promueven no son de fiar. Como todo el mundo sabe, la Constitución no ampara el tipo de consulta que defienden los nacionalistas, pero como también es sabido, el texto de la Carta Magna se podría modificar para legalizarlos. Sin embargo, lo que parece difícilmente modificable es la naturaleza del movimiento que propugna su celebración, una naturaleza en la que domina la deslealtad política.

Una parte no menor de Cataluña aún tiene abiertas las heridas provocadas por el nacionalismo desde los primeros años de la restitución de la democracia. De las proclamas transversales (“Libertad, amnistía y estatuto de autonomía”), asumibles por toda la población, se pasó al consenso en torno a la protección del catalán, proscrito por la dictadura, especialmente en los ámbitos de la educación y los medios de comunicación.

Sin embargo, la experiencia ha demostrado que se ha establecido como único idioma en las instituciones públicas y sus servicios y allí donde este movimiento nacional ha penetrado, desde los colegios profesionales a las comunidades de vecinos. Lo mismo ha ocurrido en la enseñanza, donde no se estudia el catalán, sino “en” catalán, con la manipulación de la historia y la negación de España a que ha dado lugar. Qué decir de los medios de comunicación públicos, convertidos en aparatos de propaganda ideológica empeñados en separar en lugar de trabajar para el bien común.

Entre aquellos tiempos inmediatamente posteriores a la Transición y la actualidad, el nacionalismo trató de convencer del derecho a decidir a las mismas gentes que comulgaron ingenuamente con la rueda de molino de la inmersión lingüística de los castellanos. Existe un derecho a decidir, a la autodeterminación, que incluso los partidos de la izquierda incluían en sus programas, insistían con razón. Cada dos o tres generaciones, decían, los ciudadanos deben disponer de la posibilidad de decidir su futuro.

Pero era mentira, entonces y ahora. El nacionalismo catalán convocó un referéndum en noviembre de 2014, una consulta ilegal en la que participaron 2,25 millones de personas. El doble “sí” obtuvo el 80,76% de los votos, mientras que otro 10% dijo querer Estado propio, pero no separado de España.

Pese al “éxito total” obtenido, en palabras del entonces president, Artur Mas, tres años más tarde los responsables de la Generalitat volvieron a intentarlo. El triunfo arrollador del 9N apenas había animado a participar el 37% de un censo inflado con mayores de 16 años y extranjeros con permiso de residencia. O sea, reconociendo implícitamente que habían perdido en las urnas, las volvieron a colocar el 1 de octubre de 2017: entonces acudieron 2,286 millones de catalanes, el 43% del censo normalizado.

En uno de sus frecuentes deslices, Quim Torra ya se ha brindado a invitar a los catalanes a ejercer de nuevo el derecho a la autodeterminación.

Pero, ojo, que no se trata de una respuesta a la cerrazón del Estado, sino que forma parte de la esencia de la ideología totalitaria del nacionalismo. Habrá tantos referéndums como haga falta hasta que triunfe de verdad el sí a la separación, no como en las parodias búlgaras de 2014 y 2017. Es lo mismo que ocurrió en Canadá y lo que sucede en Escocia. Si los separatistas de Quebec hubieran triunfado en 1980, la reivindicación se habría acabado, como habría ocurrido en Edimburgo en 2014. Y sin que los canadienses ni los británicos tuvieran oportunidad de defender la unión en una nueva consulta.