Mientras resuenan los ecos del congreso del partido auspiciado por Carles Puigdemont, Cataluña abandona el pujolismo para entrar en una nueva era: el puigdemontismo.

Si el movimiento nacionalista abanderado por Jordi Pujol era un revoltijo de actuación política y diseño de ingeniería social, el que lidera el nuevo tótem nacionalista se cimienta de manera especial en la arquitectura sociológica del país, pero en especial pretende avanzar un paso más en la capilarización de la sociedad civil. La política es solo una consecuencia de todo ello.

Junts per Catalunya desconoce si es de derecha radical, derecha moderada, centro despistado o medio pensionista. Le conviene jugar con las ambigüedades ideológicas porque su nacimiento es, sobre todo, una coartada del nacionalismo más irredento y radical para mantener el poder en las instituciones. Su indefinición política es, de hecho, la principal seña de identidad: catalanes que ponen el secesionismo y la hispanofobia como madre de todas sus batallas futuras.

El puigdemontismo tiene claro que, al igual que hacía Pujol, para su éxito han de contar con la máxima influencia sobre todas las administraciones públicas, así como una presencia determinante en cualquier entidad de la sociedad civil. En ese marco, las organizaciones patronales y sindicales son el objetivo a colonizar con urgencia. Lo consiguieron con la Cámara de Comercio de Barcelona, que se ha convertido en un sectario organismo a su servicio, y ahora persiguen desmontar al histórico y tradicional asociacionismo empresarial catalán con la posibilidad de formar una nueva patronal si las existentes, Foment y Pimec, no genuflexionan ante sus pretensiones.

El siguiente objetivo del puigdemontismo es el Barça. Quieren aprovechar la renovación de la junta directiva prevista para finales de la próxima temporada y colocar a sus embajadores al frente. Manuel Vázquez Montalbán acuñó que el Barça es el ejército desarmado de Cataluña. Bien lo saben Jaume Roures, Víctor Font, Joan Laporta, Tatxo Benet y en general aquellos que desde la sombra tejen una red de intereses que debería impregnar el club de fútbol de ese nacionalismo emergente y desacomplejado. Josep Maria Bartomeu, que abandonará la entidad en un momento poco dulce de su mandato, tiene la obligación de armar una resistencia que evite en los próximos años la politización futura de un club que mueve pasiones además de millones y voluntades. A pesar de las presiones y de las críticas a su eventual tibieza, el empresario ha aguantado de manera estoica los envites durante su gestión y, más allá de títulos o juego en el campo, lo cierto es que ha impedido convertir el Barça en el gran cañón independentista, no sólo en el minuto 17:14, sino en toda su existencia.

El puigdemontismo ha aprendido también que no es necesario administrar y gobernar con solvencia para retener el poder. Una buena propaganda y una mejor inversión del dinero de todos en medios de comunicación afines resulta suficiente para crear una línea argumental, relato que decimos ahora, que mantenga a sus fieles en pie de guerra. Aunque existen pasajes de la historia coincidentes, entre los seguidores de JxCat y los de la antigua CDC, lo cierto es que hay una diferencia básica (además de su origen sociológico): Jordi Pujol jamás dejó de gobernar la administración. Ni tan siquiera cuando se empleaba en restablecer su imagen dañada por el caso Banca Catalana y sacaba sus huestes a la calle para hablar de dignidad y otras proclamas defensivas, la administración autonómica funcionaba.

La transformación de Junts per Catalunya de lista electoral a formación política no únicamente supone la constitución de un partido (son recientes el PNC, Lliga Democràtica, Convergents, Lliures, Units…), sino que supone solidificar un movimiento ciudadano que transita desde el pujolismo clásico a una forma desacomplejada, despreocupada, radical y finalista de ejercer el nacionalismo. Confrontación, entrismo y propaganda son las banderas que ondean. De gobernar no se les oye hablar. Sus dirigentes saben que el día que se pongan a ello evidenciarán que no saben y, lo peor, no les interesa. El poder, su ejercicio, la graciosa arbitrariedad de sus decisiones y el clientelismo cómplice son hasta ahora los activos de una formación que parece nacida con el principal objetivo de lograr las máximas implosiones en la Cataluña solvente de décadas.

Primera parada de este tren puigdemontista que partió de Waterloo: elecciones autonómicas.