Racista, xenófobo, supremacista, provocador, mentiroso, fanático, victimista, totalitarista, filofascista, machista, pirómano... son algunos de los calificativos que periodistas, analistas y políticos constitucionalistas le han dedicado en los últimos días al nuevo presidente de la Generalitat, Quim Torra, escandalizados al conocer sus ideas y, tras los discursos de investidura, su intención de ponerlas en práctica.

Desde la izquierda a la derecha, todos se rasgan las vestiduras al constatar la determinación del secesionismo catalán de seguir adelante con el procés, de llegar hasta el final sin importarles saltarse de nuevo la ley, violentar la democracia y mandar al cuerno el progreso y la convivencia entre catalanes y entre una parte de estos y el resto de los españoles.

"¿No se dan cuenta de que no nos rendiremos nunca?", lanzó Torra durante una de sus intervenciones en el Parlamento autonómico. Una pregunta que sorprendentemente sorprendió --valga la redundancia-- a muchos ingenuos que esperaban del activista radical un proyecto para cauterizar heridas y reconstruir los puentes volados. Ingenuos a los que se les heló el alma después de exigir durante meses al independentismo que formase gobierno de una vez.

¿Pero de verdad alguien esperaba otra cosa? ¿En serio el Gobierno confiaba en que un nuevo Govern rectificaría tras el 155 de chichinabo que ha aplicado? ¿Realmente los sesudos analistas que ahora ponen el grito en el cielo tenían la esperanza de que los independentistas habrían aprendido de sus errores? ¿Sinceramente los dirigentes de PP, PSOE, Cs y Podemos creían que la solución al bucle procesista era formar un nuevo gobierno autonómico tutelado por Puigdemont? ¿Pero en qué clase de Matrix han estado viviendo los constitucionalistas durante los últimos años o décadas? ¿Pero qué diablos se creían que es el nacionalismo catalán sino Quim Torra y todo lo que él representa? No había que ser un lince para pronosticar lo que iba a ocurrir.

Terceristas, federalistas de salón, buenistas, pactistas, tibios, presuntos moderados defensores de los paños calientes, equidistantes, apologetas de una España plurinacional... todos ellos son (sois) responsables de la situación en Cataluña. De su degradación, de su decadencia, de su degeneración, de su empobrecimiento. Un hedor que alcanza al resto del país y del que no se librarán (no os libraréis) con solo taparse la nariz.

Todos son (sois) corresponsables del precio que pagan (pagamos) a diario los no nacionalistas en Cataluña; del acoso que sufren (sufrimos) los que osan (osamos) levantar la voz frente al nacionalismo intolerante en esta comunidad; de la ilegal e inmoral política de inmersión lingüística escolar obligatoria exclusivamente en catalán que hace décadas que aplica la Generalitat impunemente; del adoctrinamiento indecente que se perpetra en las escuelas públicas de Cataluña desde los tiempos de Pujol; del obsceno sectarismo fanático y partidista que rezuman los medios de comunicación públicos y concertados catalanes; del asfixiante clima nacionalista que impregna toda la sociedad civil catalana (sindicatos, asociaciones de vecinos, colegios profesionales, clubes deportivos, casales infantiles, campus universitarios, agrupaciones parroquiales, centros excursionistas, grupos de voluntarios, asociaciones de padres de alumnos, entidades cívicas y culturales, etc.).

Pero por encima de todos hay un responsable supremo: el Gobierno del PP. A pesar de que el nacionalismo ha preparado y ejecutado su desafío secesionista con luz y taquígrafos durante años, el Ejecutivo de Rajoy y Sáenz de Santamaría --cuyo partido tiene mayoría absoluta en el Senado-- solo respondió con el 155 después de dos referéndums secesionistas ilegales (9-N y 1-O) y otras dos declaraciones unilaterales de independencia (recordemos, una el 10 de octubre y otra el 27). Y lo hizo con un 155 light, absolutamente superficial y limitado en el tiempo.

Como era previsible, el independentismo radical volvió a sus cuarteles de invierno, ofreció una tregua trampa, se reagrupó, recuperó fuerzas y ahora vuelve a la carga de forma desacomplejada. Y a pesar de ello, el Gobierno sigue mostrándose loco por levantar el 155.

Hace poco más de un mes, Agustí Colomines, entonces director de la Escuela de Administración Pública de Cataluña --dependiente de la Generalitat--, uno de los principales ideólogos del procés y asesor de cabecera de Puigdemont, proclamó que "estamos en guerra".

Y yo me pregunto, parafraseando a Torra, ¿no se da cuenta el Gobierno de que los actuales dirigentes independentistas no se rendirán nunca? ¿Acaso no se entera de que le han declarado la guerra al Estado democrático de derecho? Y solo una pregunta más: ¿piensa hacer algo el Gobierno para frenar el desafío u optará por tender la mano a los que se han conjurado para seguir avanzando hacia la ruptura del país a cambio del apoyo del PNV a los presupuestos?

Tal vez el Gobierno debería tomar nota de la respuesta que Inés Arrimadas le dio a Quim Torra durante la primera sesión del debate de investidura: “¿Qué se creen, que nos vamos a cansar nosotros? Luchar ante el nacionalismo excluyente identitario siempre vale la pena. Siempre. Y eso es lo que vamos a seguir haciendo. Siempre”.

Otra cuestión es si Cs estará a la altura en caso de que alcancen responsabilidades de gobierno. Pero esa es otra historia, y ya llegará el momento de exigirles que cumplan sus compromisos.