Cautivo y parcialmente desarmado, el independentismo se ha quedado sin brújula. La pandemia ha minimizado la reivindicación identitaria y la transforma en un divertimento burgués sin más recorrido que la mera simbología. La crisis económica que nos espera, de la que se desconoce su profundidad y alcance temporal, aún empequeñece más cualquier reclamación de los líderes nacionalistas.

No pierden la ocasión para hacer política, es obvio, pero aparecen los matices. Con el España nos mata se han quedado solos los dirigentes de Junts per Catalunya, que primero criminalizaron a Madrid y más tarde insisten en que de ser independientes la respuesta a la calamidad que vivimos hubiera sido más efectiva. ERC, sin embargo, ha dado un paso al lado. Diríase que, sin renunciar a su objetivo de lograr un Estado propio, sí que han concluido que ni es el momento ni tienen los mejores compañeros de viaje. Al independentismo de la CUP le queda poco por decir: los descendientes de la burguesía catalana que juegan al radicalismo están cómodamente confinados o son incapaces de dar respuestas serias a problemas graves, acostumbrados como están a vivir en realidades aumentadas. Al cierre futuro de Nissan responden con una propuesta (sic) para que sea nacionalizada. Rien ne va plus, que diría un croupier.

La legislatura catalana está agotada y la única razón de su mantenimiento artificial es que Carles Puigdemont y Quim Torra puedan recargar sus argumentarios antes de la contienda electoral. Esperan a que el Supremo valide la inhabilitación para ejercer el cargo al presidente de la Generalitat. Nadie recordará que fue un tribunal catalán el que le condenó con incumplir la ley, sino que volverá a ser el Estado, a través del poder judicial, quien oprima al Moisés de turno del pueblo catalán. Al tiempo.

En las últimas horas, ERC y JxCat escenifican una rotura previsible. Los de Oriol Junqueras, como unos vascos nacionalistas cualquiera, son conscientes de que liberar a su pueblo del yugo opresor español va para largo, infinitamente quizás, y que más les vale regresar al posibilismo autonomista ahora que los socios de la Generalitat se han echado al monte o pacen por llanuras belgas. Cuando los republicanos pactan con Pedro Sánchez una nueva prórroga del estado de alarma, Torra dice que ni hablar del peluquín de Gabriel Rufián y mantiene una supuesta rebeldía institucional aún más postiza. Le afea al vicepresidente, Pere Aragonés, ese pacto con el Gobierno de España y el líder actual de ERC en el campo de juego le responde que su partido es soberano para actuar como le plazca. Puro pim, pam, fuego artificioso. Torra tiene en su mano convocar elecciones y se resiste cual doncella. Se supone que juntos deben resolver los problemas económicos, sanitarios, educativos y sociales que llegan a Cataluña cada día.

El independentismo está, por tanto, agrietado y su quimérico edificio se resquebraja por los efectos de la tormenta del Coronavirus. ¿Da alguna pista esa situación ante las futuras elecciones autonómicas? La respuesta es negativa. El nacionalismo no tiene prisa, qui dia passa, any empeny, y la división soberanista coincide con lo propio en el constitucionalismo.

La mínima unidad de las fuerzas contrarias al independentismo saltó por los aires desde que se formó el último Ejecutivo en Madrid. Ciudadanos, ganador en 2017, esta en descomposición, con Inés Arrimadas en otros cometidos, y sin demasiadas posibilidades potenciales; el PP de Alejandro Fernández intenta saltar del taxi en el que caben todos sus diputados a un microbús para ampliar el resultado con permiso de Vox; los socialistas de Miquel Iceta desconocen cuánto recuperarán de la desgracia ajena y de la hiperpresencia televisiva que les concede su posición gobernante en España; y los Comunes corren el riesgo de arrastrar los malos resultados que toda la demoscopia augura a sus socios podemitas, además de purgar errores propios como las barbaridades de la munícipe barcelonesa Janet Sanz a propósito del futuro de Nissan o las veleidades fantasiosas de Instagram de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau.

Hace casi tres años Cataluña se fracturó por el descaro con el que el independentismo decidió propinar un golpe al Estado. Los dos edificios quedaron afectados, aunque el soberanismo le ganó la mano al constitucionalismo y retuvo el poder de la principal institución. Hoy, tres años después, las grietas que amenazan ambos edificios en los que habita la ciudadanía catalana anuncian derrumbe. Y lo peor: bloquean cualquier intento de salir juntos de la situación compleja y socialmente dramática que llega.

Si las elecciones autonómicas siempre han sido un momento de división y una muestra clara del grado máximo de atomización de la sociedad civil de Cataluña quizá celebrarlas cuanto antes sirva para recontarnos y aplicar la mínima argamasa que evite abundar en la decadencia y el sistemático hundimiento de esta comunidad. Una salida que no conviene a un buen número de ciudadanos catalanes que siguen instalados en el cuanto peor, mejor para sus intereses particulares.