En cada provincia española acostumbra a existir una organización de empresas que ejerce de patronal. En Cataluña, como siempre, tenemos más.
Hay patronales catalanas, provinciales, comarcales, locales y hasta asociaciones de polígonos. Sí, como lo leen, el grado de atomización del empresariado puede llegar a extremos hilarantes. Pero el territorio no lo es todo (para algunos sí, la patria y el corazón son un mismo traje), también los patronos se organizan en sectores. Algunos de esos sectores de producción (metal, hostelería, químico…) se organizan a su vez también por territorios.
Algunos autores llegaron a analizar ese fenómeno como un elemento de riqueza y vitalidad del país. Muestra de esa actividad tan intensa, decían, es que exista tal amalgama de asociaciones patronales. Eran, eso sí, evaluaciones de otros tiempos, cuando la globalización no era, ni de lejos, tan intensa.
Analizar hoy todo este festival de egolatrías y politiqueos que protagonizan Cecot, Foment, Fepime, Pimec y sus aledaños de Femcat y compañía requiere de una distancia emocional que desconozco si podré utilizar al contar con algunos amigos en todas esas organizaciones. En cualquier caso, lo que acontece es más propio de una república bananera que de una sociedad y un empresariado que se reivindica moderno y adaptado a los tiempos.
Se podría analizar desde los nombres propios. Todos los dirigentes son más o menos convergentes, más o menos partidarios de Artur Mas.
Antoni Abad (Cecot) es un hooligan, el típico aficionado que cualquier equipo de fútbol desearía tener: viajaría siempre con los jugadores e insultaría a los árbitros a grito pelado. Del empresario que representa a los de Terrasa sólo se sabe con certitud que intentó ser conseller y que ni sus socios de CDC le quisieron. “Quédate con esto de la Cecot y hagamos una patronal próxima al partido que en ese espacio no tenemos entrada desde hace años”, le debieron decir. Lo que le indicaban, sin embargo, es que ni consejero ni tan siquiera director general, era más útil agitando la bandera del equipo. Por cierto, un tipo gracioso y simpático que promueve una operación político-empresarial tipo De Terrassa al món sense passar pel Born...
Josep González Sala (Pimec) es anterior a Mas. Su credo tenía a Jordi Pujol en los altares. Fue uno de los miles (o cientos de miles) de catalanes desencantados cuando se conocieron sus correrías por Andorra y la permisividad con sus hijos más o menos corruptos. La proximidad de su patronal con la administración de obediencia convergente no le hizo daño en lo personal ni en lo empresarial, al contrario. Moderado y muestra de seny catalán fracasó varias veces en los intentos de fusión con Foment. Diagnosticó bien la situación, pero fue incapaz de resolverla. A diferencia de Abad no tiene carnet político, es sólo un convergente sociológico: liberal en lo económico, catalanista de derechas en lo político. Llevó a su patronal a las puertas del independentismo, hasta que vio que algunos cachorros del nacionalismo radical se le colaban por la puerta trasera dispuestos a dejarle sin juguete con el que retirarse satisfecho del mundo público.
Joaquim Gay de Montellà (Foment del Treball) es un empresario de derechas. Arquetípico votante del PP, ha hecho esfuerzos por mejorar su fonética catalana para rendir pleitesía a Mas hasta que el presidente catalán se bebió los posos de la bodega del nacionalismo y pilló el actual globo. No es nacionalista ni se le espera. Tampoco sus antecesores, Juan Rosell, Antoni Algueró o Alfred Molinas, lo fueron. Ni lo fue su tatarabuelo, José Ferrer y Vidal, una referencia en la patronal, uno de esos cuadros que se enmohecen en los salones del tradicionalismo empresarial barcelonés. Él, en un enorme esfuerzo, se ha aproximado tanto a Mas como pudo, pero acabó empachado. Su moderación política le ha situado en un extremo de una sociedad catalana dividida por obra y gracia del Astuto.
Ni la presión de Cecot por robarle espacio a Foment, ni las batallitas de Pimec en busca de la representatividad perdida (o jamás ganada, quién sabe), han modificado el mapa patronal catalán. Ni hubo tiempo, ni voluntad real. Es más, esa especie de microscópica división puede pasarle factura en breve. Cuando lo que se respira es la preferencia por el comercio de barrio (ahí Miguel Ángel Fraile podría desde la patronal del botiguer hacer una tesis doctoral) en vez de la integración y la alianza resulta difícil cruzar umbrales a favor de la dimensión y de la potencia como elemento de unión de intereses.
Prevalecen las diferencias en la Cataluña astillada por la política. Antes la cosa iba de autónomos; microempresas; pequeñas; medianas; y grandes empresas. Hoy, verbigracia, el asunto va de ser unionistas, federalistas de medio pelo, partidarios del derecho a decidir o empresarios favorable a la independencia. Los impuestos, la competitividad, los costes de la energía, el mercado de trabajo, la formación profesional, la aproximación a la universidad, los excesos regulatorios, las trabas administrativas, los plazos de pago, el clientelismo concesional o adjudicatario, el absentismo laboral, la ausencia de políticas industriales, los salarios, la inflación y los tipos de interés han quedado relegados en las preocupaciones del empresariado catalán.
Lo que es una realidad fehaciente tiene visos de convertirse en el inicio de un declive imparable, una decadencia amparada en el análisis caduco de una realidad asociativa propia de otros tiempos. La política lo ha emponzoñado casi todo, costará tiempo y quizá una generación resolverlo. Y sólo el tiempo dará o quitará razones de cómo nos perjudica ya esa atomización inútil del empresariado. ¿Si ya tienen una empresa, para qué quieren más reinos de taifas…?