Para encontrar soluciones a los problemas los más relamidos dicen que se debe analizar, primero, los incentivos de cada una de las partes. ¿Qué interés puedo tener, qué gano si llego a un determinado acuerdo? En gran medida el encuadre matemático de la realidad ha invadido todos los ámbitos. El campo más contaminado ha sido la economía, con el supuesto punto de partida de que todos actuamos de forma racional, con el mercado como el gran gurú que todo lo sabe, porque tenemos siempre toda la información. Y ya sabemos que eso no se cumple en la mayoría de las ocasiones.

En el caso político que nos ocupa es cierto que se debe lograr una determinada coyuntura, en la que todos los actores implicados concluyan que no queda otra que el entendimiento. En Madrid, los mejores analistas, periodistas como Carlos Sánchez, reclaman que se actúe antes de que sea demasiado tarde, desde una cierta resignación de que siempre se saca la cabeza cuando estamos a punto de ahogarnos.

Pero lo que nos debería preocupar es la escasa cultura política que no facilita la comprensión de lo que sucede. Si se confunden los términos, si se tiene una visión tergiversada de nuestro pasado más reciente, si se habla de democracia, cuando se quiere decir imposición, entonces cualquier salida al embrollo catalán y español será mucho más complicada.

En España ocurre como en otros países. No se es muy diferente. Y es que el acceso a la madurez de nuevas generaciones lleva a replantear cuestiones que se consideraban superadas. Ahora lo vemos en Francia con el recuerdo de los políticos colaboracionistas con el nazismo. En España una de ellas es el franquismo y la calidad de la democracia. Es lógico que una persona joven, de treinta o treinta y cinco años, pueda debatir con sus padres sobre cómo se produjo la transición y que plantee preguntas y considere que todo se pudo hacer mejor.

Pero lo que no se puede poner en duda es que se levantó una democracia, que ha posibilitado un espectacular avance en todos los sentidos para toda la población española, y la catalana en particular.

El independentismo se equivoca si plantea su proyecto contra el resto de España como si fuera una cuestión de más o menos democracia. O si identifica España con el franquismo, sin entender toda la complejidad del régimen y cómo una gran parte de la sociedad catalana también abrazó la dictadura. El independentismo deberá convencer de que tiene un proyecto mejor para Cataluña, deberá lograr grandes mayorías si quiere plantear un debate serio con el Gobierno español, deberá negociar y ceder, pero no puede querer ganar despreciando al resto de españoles o a los catalanes que no ven nada claro un movimiento que supone la ruptura de un estado tan importante como España. Lo explica muy bien, y en esos mismos términos, Joaquim Nadal, en su libro Catalunya, mirall trencat, como detalla en la entrevista que Crónica Global publicará este domingo.

Esas generaciones jóvenes, sin embargo, no atienden a razones. En los entornos de fuerzas políticas como la CUP y todavía en ERC, aunque sus dirigentes digan lo contrario, se asocia España con franquismo, y se dicen auténticas barbaridades. Una de ellas es insistir en la idea de que en España no hubo “purgas” de “fascistas”, como sí ocurrió en Alemania. Eso es sencillamente falso.

Es útil que esos jóvenes lean, que busquen buena información. Uno de los libros importantes que se han publicado en los últimos años es Una victoria amarga (Tusquets), de Laura Feigel. Analiza los años posteriores a la II Guerra Mundial en Alemania, en el Berlín ocupado por los aliados. Y sí, Estados Unidos y la Unión Soviética trataron, a través de la cultura, de reorientar a los “fascistas” alemanes. Billy Wilder, Dietrich, Hemingway, Dos Passos, Orwell, Klaus Mann y muchos otros intelectuales y artistas se emplearon a fondo. Pero el proceso duró muy poco. La desnazificación de Alemania por parte de los aliados se abandonó con el comienzo de la guerra fría.

Soviéticos y norteamericanos dejaron la administración alemana prácticamente intacta, y sólo los propios alemanes, décadas más tarde (décadas), completarían el paso hacia una democracia real. ¿Datos? El sociólogo norteamericano Ronald Inglehart completó largas series de trabajos demoscópicos, durante esas décadas, en las que comprobó cómo costó que los alemanes interiorizaran los valores de una democracia liberal. ¿Ejemplo Alemania para España como dicen algunos señoritos y señoritas de la CUP? Ninguno.

Después está la consideración del “pueblo”, o el más reciente de “la gente”, que utilizan los gurús de Carles Puigdemont, como el historiador Agustí Colomines, o la vicepresidenta del PDeCAT, Míriam Nogueras. ¿La gente? En una democracia liberal (y es la que tenemos y es la única útil) la representación se vehicula a través de los partidos políticos. Éstos deben ser fuertes y bien conectados con la sociedad.

¿Y qué ha ocurrido en Cataluña? Que todo el sistema de partidos ha saltado en pedazos, gracias a un movimiento que se proclama democrático. Un auténtico fiasco.

Tal vez el gran problema es la escasa cultura política del independentismo, y, por tanto, de buena parte de la sociedad catalana, que, curiosamente, se consideraba mucho más formada que en el resto de España. ¿Qué les han enseñado esos padres a esos jóvenes de la CUP, o sólo quieren demostrar un infantil espíritu de contradicción contra progenitores que sí actuaron de forma responsable cuando tocaba?