Los ciudadanos, a veces, nos confundimos. La noche nos confunde. O el día, con un sol radiante. Es cierto que las democracias liberales tienen un problema. Existe una demanda para que esas democracias adopten un carácter deliberativo, para que incorporen una mayor sensibilidad, con mecanismos participativos. Una de las acusaciones que los expertos señalan --¡malditos expertos, cada vez son menos escuchados!-- es que las democracias han adquirido una protección poderosa: dada la complejidad de la vida institucional, económica y social, muchas decisiones se dejan en manos de organismos supuestamente independientes. Como todo es tan complicado, es mejor que la política monetaria, por ejemplo, la dirija un banco independiente. En el caso de España, esa política la conduce el Banco Central Europeo (BCE). Todo eso resta espacios de decisión al ciudadano, y genera un malestar que se ha traducido en apuestas populistas. Hay una verdad en ese cabreo que se debe entender y encauzar.
Sin embargo, otras respuestas que abogan por los mandatos del pueblo responden a otra dinámica. Se trata de un mensaje interesado que han ofrecido los dirigentes políticos independentistas en Cataluña para no asumir sus responsabilidades. Y con ello lo que han logrado es confundir hasta un extremo poco comprensible a una buena parte de catalanes.
Lo ha explicado el letrado del Parlament, Antoni Bayona, en su libro No vale todo. Entendiendo que las cosas evolucionan, y que la cultura política puede avanzar, pero también retroceder --qué cosas-- Bayona se pregunta qué ha podido pasar: “No tengo una explicación lógica sobre cómo se ha podido producir en Cataluña toda esa confusión entre democracia y legalidad. Es un país de gran tradición jurídica y de respeto por las normas”. ¿Se podría decir que era un país...?
Carles Puigdemont, pero también Oriol Junqueras, y Quim Torra y la mayoría de dirigentes independentistas, han machacado la idea de que el Parlament era soberano. Que no se desobedecía al Tribunal Constitucional o a otros poderes del Estado, sino que se obedecía al Parlamento de Cataluña. ¿Cómo no puede dejar de escuchar un ciudadano medio, a sus políticos, cómo no puede pensar que debe estar con sus representantes si les ofrecen ese mensaje tan claro y tan nítido?
Un mensaje que es falso, que es mentira. No hay ningún mandato del pueblo. El pueblo catalán como sujeto único para tomar determinadas decisiones sencillamente no existe.
Bayona ofrece alguna clave. Previamente deja claro algunas cosas. “La doctrina del mandato democrático que se ha venido utilizando a lo largo del procés tiene otro efecto derivado, que no siempre se ha señalado. Es un efecto perverso, porque la autoatribución de un mandato que no se tiene desplaza necesariamente otros mandatos democráticos que coexisten dentro del sistema constitucional y que expresan otras instituciones, como es el caso de las Cortes Generales, que también representan a los ciudadanos catalanes; y, en último término, del mandato que corresponde al conjunto del pueblo español, a quien pertenece, también política y jurídicamente, la Constitución”.
Pero, ¿qué ha pasado? Que en los últimos años, de forma irresponsable, ‘a cosa hecha’, “se ha trasladado a la ciudadanía catalana un mensaje distorsionado y falso que ha levantado muchas expectativas y ha facilitado que el procés se viera como algo que permitía alcanzar la independencia por la sola voluntad de los catalanes si así lo deseaban. Este mensaje se trasladó a conciencia con la inestimable ayuda de algunos medios de comunicación y con otros mecanismos diseñados para darle credibilidad”, dice Bayona.
Y ahí está otro problema grave: políticos mentirosos y medios de comunicación irresponsables, que repetían ese latiguillo del mandato del pueblo, del mandato democrático, que no existía. Hay líneas editoriales, todas respetables. Pero no se puede engañar sobre qué sistema político tenemos, sobre cómo funciona la democracia. Los ciudadanos catalanes votamos para tener representantes en distintos niveles de gobierno, que tienen distintas competencias.
De la misma manera que no se puede decir que “Cataluña” tiene un problema de financiación, --lo tiene la Generalitat, pero no los municipios, que se dotan con fondos que provienen del Estado y de impuestos propios, y que también son Cataluña-- tampoco se puede defender que el Parlamento es soberano.
Lo ha constatado el comisario de información de los Mossos, Manel Castellví, al señalar en el juicio del 1-O, que las advertencias a Puigdemont sobre lo que podía ocurrir ese día, con una posible violencia, se cerró con una respuesta contundente: “Entendemos vuestra posición pero el referéndum se realizará porque hay un mandato del pueblo”. ¿De qué pueblo, qué mandato?
El Parlament, por mucha mayoría en un sentido o en otro que tenga, no habilita a romper la soberanía de todos los españoles, entre ellos, los catalanes. ¿Cuesta tanto decir la verdad? Por ese prodigioso mandato del pueblo, inventado, se ha llegado a esta situación tan complicada, con excesos desde todas las partes.