De los 41 concejales que componen el plenario del Ayuntamiento de Barcelona, en un mercado de apuestas solo 10 de ellos tienen hoy idéntica confianza en Ada Colau como alcaldesa que en 2019. Son los suyos, los regidores de Barcelona en Comú, la fuerza política del espectro podemita que en la capital catalana acumula ya seis años de gobierno.
En las últimas elecciones municipales, conviene recordarlo, el ganador fue Ernest Maragall, de ERC. Sacó la misma decena de concejales que Colau, pero obtuvo más votos. La alcaldesa obtuvo la vara de mando por un pacto con los ocho representantes electos del PSC y los votos con la nariz tapada del enriquecido fugitivo Manuel Valls y otros concejales de la candidatura Barcelona pel Canvi-Ciudadanos.
Si el primer mandato de Colau, con más legitimidad popular en las urnas, ya fue controvertido, el segundo lleva camino de superarlo pese a contar con menor apoyo. Sus decisiones en materia de movilidad, en lo referido al aeropuerto, su empecinamiento contra el mundo de las empresas y el comercio agota la paciencia de sectores y ciudadanos que ven como la ciudad decae y pierde cualquier activo de competitividad relacionado con su entorno (incluido L’Hospitalet) y se aleja peligrosamente de Madrid.
En los últimos días (el descanso y las conspiraciones veraniegas ampurdanesas ayudan), empieza a extenderse el mantra de que algo deben hacer las fuerzas políticas para combatir la bulimia barcelonesa. Una de las jugadas que suena es la presentación de una posible moción de censura a la alcaldesa por parte de los socialistas (8 representantes) tras romper el pacto de gobierno y en la que podría recabarse el apoyo de JxCat (5), Barcelona pel Canvi-Ciudadanos (6) y Partido Popular (2). Todos dan por hecho que los 10 regidores de ERC se abstendrían o incluso votarían a favor de la alcaldesa. En lo poco que hay consenso en la Ciudad Condal es que el gobierno de Colau es insufrible.
Si la iniciativa prosperase, explican, se resolverían de un plumazo dos cuestiones: apartar a Colau de la presidencia de la corporación local, por un lado, y garantizar a Jaume Collboni una campaña electoral desde la propia alcaldía.
El líder municipal del PSC en Barcelona tiene dificultades para consolidar su posición ante la opinión publicada. Existe consenso en decir que si el PSC no modifica su cabeza de cartel será difícil que el próximo gobierno local en 2023 no esté en manos de Barcelona en Comú y ERC. Y, quizá, con un alcalde de ERC (el septuagenario Maragall, que no equivale a un Tierno Galván ni por asomo, dice a los suyos que no se retira, que es más joven que Joe Biden…). Los socialistas aspiran a lograr la alcaldía, por eso se barajan todas las posibilidades, incluida la utilización del candidato multiusos y futuro primer secretario, Salvador Illa. El nuevo jefe le debe cosas a Collboni referidas a su regreso a la política y no hará ningún movimiento, salvo que el jefe Pedro Sánchez lo imponga.
La eventual operación de forzar la raquítica musculatura política de Colau tendría como aspecto positivo que el candidato socialista llegaría a la contienda electoral con la posición de alcalde, que es la mejor campaña posible para un candidato. Lograr el apoyo de los neoconvergentes ya sería cosa de Illa y su tablero municipal, como hizo con la Diputación de Barcelona, donde ambas fuerzas gobiernan en un acuerdo sorprendente que lidera Nuria Marín, la alcaldesa socialista de L’Hospitalet.
Es cierto que quienes proponen esta difícil cábala son los más críticos con Colau y los más exhaustos con sus políticas populistas. El propio Collboni admite que esas sumas de cabreados con la alcaldesa solo son fruto de imaginaciones inquietas. Pero lo cierto es que, si esa hipótesis adquiriese dimensión, los barceloneses asistirían de nuevo a una de esas escenas lacrimales con las que acostumbra a deleitarnos la jefa del municipio. Por si solo, el momento no tiene precio. Y, por supuesto, que doña Inmaculada sea del todo consciente de esa amenaza latente tampoco irá mal para atemperar las veleidades revanchistas de la propia alcaldesa y de varios de sus colaboradores más sectarios y radicales, tanto los que la acompañan con salario público como los rouristas que componen y le aplauden en su corte mediática.