Será un azar del calendario o una demostración de que el destino es determinante. Será cualquier cosa, pero lo cierto es que ayer acabó el Barcelona Open Banc Sabadell, 69º Trofeo Conde de Godó, y mañana comienza el Mutua Madrid Open. Con apenas unas horas de distancia tendrán lugar en España los dos acontecimientos más relevantes del año vinculados al tenis, ambos convertidos ya en eventos que trascienden su mera dimensión deportiva.

Si alguien quiere cerciorarse de cómo evolucionan las dos principales ciudades españolas tiene suficiente con darse un paseo por las dos citas tenísticas y sacar sus propias conclusiones. En ambas reuniones lo de menos es ya desde hace años quiénes juegan o quiénes ganan los partidos. Apuesto un guisante a que la mayoría de visitantes ni recuerda quién venció en las dos últimas ocasiones. Consiguen reunir a lo más granado de este deporte y el espectáculo es la coartada para agrupar alrededor de la celebración a las sociedades civiles de cada ciudad para practicar un universo de relaciones personales y empresariales que ahora ya hace tiempo que bautizamos como networking.

El tenis era Barcelona y la Ciudad Condal era el tenis; basta un rápido repaso a la historia. La Federación Española de Tenis tiene su sede central en la capital catalana y la mayoría de sus presidentes desde su fundación en 1909 tienen apellidos catalanes. Hoy esa prevalencia ha decaído, como tantas otras cuestiones vinculadas a la ciudad de los prodigios.

Un primer ejecutivo de una gran compañía cotizada asistía este año por primera vez al Godó. Su reflexión al conocer las entrañas del evento es muy ilustrativa de por dónde avanza la competencia Barcelona-Madrid más allá de los tópicos. El directivo se sorprendió del nivel de asistentes a la convocatoria, con gran número de dirigentes empresariales y políticos de alto copete. “¡Qué clase!”, se le oyó decir. A renglón seguido admitía que la burguesía barcelonesa se reunía con esa prudencia y discreción que identifica sus movimientos. Con esa cobardía, que definiría el bueno de Jordi Alberich, que caracteriza su falta de liderazgo, sus silencios cómplices y una especie de trágala permanente que es la mejor suerte de descripción de una clase social en un tiempo y en un territorio. Lo de Madrid es otra cosa, “más explosivo”, describía el mismo asistente.

En el último Godó no se habló de espionaje y en esta edición el procés también parecía lejano, más agostado que agotado. A los próceres de la economía catalana les preocupaba ahora el lío que se prepara en la cúpula del Círculo de Economía, que en julio celebrará las elecciones a la presidencia de la entidad, las primeras en su historia. Esa competición parecía interesar mucho más que la que tenía lugar en la pista central del torneo. Jaume Guardiola, ex del Banc Sabadell, y Rosa Cañadas, financiera de la misma extracción social, pero mujer, se disputarán el cetro. Y se hablaba de eso, apenas de otra cosa.

Las añagazas que se están empleando en los prolegómenos de unas elecciones todavía sin convocar y las alianzas independentistas del nacionalista Guardiola con amigos y socios de Jaume Roures sobrevuelan la discusión sobre quién debe ocupar el cargo. Pasó con la venta del Grupo Zeta, con el relevo en la Cámara de Comercio de Barcelona y la amenaza subyace en el proceso electoral que se abrirá en breve. Nadie sabe a ciencia cierta qué distingue a los dos contendientes en el caso de que existiera una propuesta programática distinta, pero el debate está y se circunscribe a esa práctica tan endogámica del mundo burgués catalán de resolver las cosas con la persiana de la tienda bajada. Fue curioso ver sentados a Guardiola y a Carles Tusquets, esposo de Cañadas, el viernes en la mesa de Josep Oliu, en la que el banquero anfitrión reunió a algunos ilustres. Normalidad absoluta, fair play y endogamia a raudales.

Lo del Mutua Madrid Open que viene esta semana es otra cosa. Constituye la nueva hoguera de las vanidades, lo que fue la Barcelona tenística de antaño. Allí se harán negocios, se debatirá de política sin demasiada discreción y se demostrará al mundo que la polaridad entre las capitales españolas ha cambiado. Más metros, más ilustres, más inversión y puede que hasta mejor tenis, aunque eso es lo de menos. La capital española no tiene pequeñeces burguesas de las que ocuparse y trabaja y piensa en grande. Pasó con el Teatro Real y el Liceu. Hoy es la gran diferencia entre ambos emplazamientos y entre sus liderazgos. Lo de la bola y la raqueta no es más que una anécdota entre dos universos que antes competían, pero que ahora viven subordinados el uno al otro.