El 26 de mayo de 2019 fue cuando Ada Colau perdió en votos las elecciones municipales frente a Ernest Maragall, aunque empató en concejalías, que fueron 10 para cada uno. La alcaldesa de la ciudad retuvo el cargo gracias a un pacto con los socialistas de Jaume Collboni y el apoyo inesperado de Manuel Valls y parte de su candidatura. A punto de cumplirse dos años de mandato, a los que sumar los cuatro anteriores, el balance que presenta la política de Barcelona en Comú es mediocre en las consecuciones, discutido en las políticas aplicadas y tirando a oscuro, nepótico y clientelar si se evalúan determinadas actuaciones que cuestionan el plus ético y de transparencia que esos nuevos políticos se suponía que incorporarían a la gestión.

Han transcurrido casi dos años de ese momento, pero Barcelona lleva seis administrada por Colau y su equipo de colaboradores directos (Jaume Asens y Gerardo Pisarello, antes; Eloi Badia y Janet Sanz, en la actualidad), al que se suma indirectamente en la vertiente estrategia Adrià Alemany, pareja de la edil. Pese a tal concentración de cerebros colaborando, la ciudad vive entre melancólica y estancada, sigue sin avanzar ni mejorar sus ratios o expectativas y, lo peor, aún faltan dos años hasta que los barceloneses puedan opinar de nuevo.

Que Colau, con solo el 20,7% del voto de los barceloneses, ha gobernado con un estilo no inclusivo y revanchista es voz pública. Esa falta de visión general emana de cada uno de sus discursos públicos, de sus pronunciamientos y de su gestualidad. Demasiados “ellos” y “nosotros”, demasiadas referencias a poderes maléficos a los que combatir sin saber ni cómo ni dónde, demasiado, excesivo, vocabulario bélico en su imaginario personal.

Los comunes gobiernan con el PSC. El equipo municipal está formado por 18 concejales electos en 2019 por los dos partidos. Los socialistas presentaron ese pacto como una concepción progresista de la ciudad, similar a la mantuvieron durante décadas los Maragall con la ICV previa a la irrupción de Podemos. Sin embargo, como esos aires acondicionados tan sofisticados y silenciosos, a los socialistas no se les nota. El líder municipal del PSC es como la vacunación anti-Covid, está anunciada hace tiempo, pero no acaba de llegar. Quienes esperaban que Jaume Collboni actuara como contrapeso de Colau en el día a día del municipio están defraudados. El representante del PSC resuelve algún pequeño lío menor, pero no consigue avances en temas tan sensibles como la movilidad o la persecución empresarial de Colau y los suyos. Salvador Illa tiene un lío en el consistorio y lo sabe, porque cada vez son más las voces en la ciudad que trasladan el enfado de sectores económicos y vecinales con el conformismo de su partido y la falta de un perfil propio socialista ante la insustancia continuada de Colau. Pero las cosas hay que situarlas en su contexto: mientras en Madrid Pedro Sánchez necesite de Podemos para sacar adelante el Gobierno y las reformas legislativas, es harto improbable que algo cambie en la ciudad.

Por si a Collboni se le ocurriera devolverle la patada que Colau le propinó en el trasero en el anterior mandato, la alcaldesa corteja cada vez más a la ERC de Ernest Maragall. Han conseguido atraerlos en asuntos presupuestarios y de gran calado, mientras que su partido daba apoyo en el Parlamento catalán al último gobierno independentista en alguna votación trascendental. Tienen una difícil papeleta los socialistas catalanes para recuperar Barcelona. Collboni deberá plantearse, por su parte, si llegado el momento se marca un Miquel Iceta y busca otro acomodo político. Al auge del independentismo en la Ciudad Condal se suma el cansancio de una parte de los votantes socialistas insatisfechos con la ciudad a pesar de la participación de su partido en el equipo municipal. Seguro que Iván Redondo ya tiene el panel demoscópico en su mesa.

Hablar de Barcelona y su política en la antesala de la formación del Gobierno catalán puede parecer un capricho o una frivolidad, pero tiene su sentido. Entre las razones por las que la Ciudad Condal vive en esa espiral de decadencia destaca la ausencia de un Ejecutivo catalán fuerte en el otro lado de la plaza de Sant Jaume. Hace muchos años ya de esa situación. Colau ha conseguido el papel de tuerta en el país de los ciegos. Controla el consistorio y, por dejadez expresa de los socialistas, también manda en el Área Metropolitana de Barcelona, un ente supramunicipal que administra un enorme presupuesto para las ciudades de la primera corona metropolitana.

Su oposición es mínima: coquetea con los republicanos; los socialistas están en casa; el PP, dividido; Manuel Valls, camino de París; y Ciudadanos vive una dura crisis interna. La oposición real a Colau es Junts per Catalunya, el partido de Carles Puigdemont y Quim Torra. En ese contexto es fácil comprender cómo la alcaldesa puede perseverar en sus errores, nadie le para los pies desde la política. En lo social destaca el papel activo de Foment del Treball convirtiéndose en la solitaria voz de los agraviados y de alguna otra asociación o gremio de menor dimensión que planta cara como puede.

Colau y sus errores de gestión pueden sobrevivir en la Barcelona actual no tanto por mérito propio como por demérito de todos sus adversarios. Y puede hacerlo en estos tiempos en los que la política vive una de las etapas más surrealistas y agitadas en muchas décadas. En otro tiempo y en otro lugar, con mayor calidad política y menos cobardía social, Colau habría cambiado o estaría en la oposición ejerciendo de activista, que es lo que mejor le sale. Por más que se esfuerce, Colau jamás será una Manuela Carmena, que dejó huella progresista sin ahogar Madrid, ni pasará a la historia por hacer realidad las promesas populistas con las que se presentó.

Hoy nada hace suponer un giro en esa coyuntura. Pero la Barcelona que hizo posible el milagro olímpico, se convirtió en referente de marca española en el mundo y actúa como locomotora económica todo el país no puede sucumbir más. A Colau le quedan dos años, pero a los barceloneses, a la propia Barcelona, les queda todo por hacer.