Durante meses, con reiteración y animosidad, el nacionalismo se ha encargado de revivir el franquismo para atribuir esa condición al último Gobierno del PP. A la vez lo relacionaba con el propio aparato del Estado y con sus actuaciones. No han estado solos: la progresía divina se agregó a un discurso coincidente con el independentismo. La izquierda más radical también hacía renacer el franquismo para impregnar a sus adeptos de la tesis siguiente: lo que vivió España durante 40 años seguía vivo en la actualidad.

Al escucharlos, la primera reacción era de incredulidad por su falta de rigor y objetividad, pero después emergía un monumental enfado con quienes persistían en esa torticera relación. Su descaro sobrepasaba todos los límites al conceder idéntico nivel a los últimos gobiernos españoles de la etapa democrática y la restricción de libertades y el totalitarismo que vivió el país mientras Francisco Franco estuvo al frente de su gobernación. Recordemos, por si algunos lo han olvidado, que el general duró hasta que el hecho biológico cumplió su labor y lo desplazó del mando.

Siempre se tiene la sospecha de que algunos políticos de edad, sobre todo en el ámbito nacionalista, usan la apelación al franquismo con tanta imprudencia como falsedad. Entre otras razones, sucede porque en algunos casos su combate contra la dictadura fue tibio, inexistente o, simplemente, en sus personas o familias, se producía una cierta connivencia con un régimen que ahora denuestan como si resultase del todo ajeno a sus actuaciones y, más aún, a las de sus antepasados.

Lo cierto es que del franquismo a la democracia se transitó con un exitoso pacto nacional de convivencia, pero con un hormigonado legado que en todos lados costó arrinconar. El franquismo no fue sólo una dictadura política, fue un régimen de restricción en el que el clientelismo, el amiguismo, la falta de transparencia y la actitud caciquil impregnaban el mundo de la administración, la empresa y, sin duda, a buena parte de la sociedad civil.

Por eso, cuando se lanza una mirada retrospectiva y se recuerda que en la mayor parte de España los alcaldes franquistas siguieron ocupando sus puestos bajo las siglas de la Unión de Centro Democrático (UCD), o en Cataluña bajo la marca de Convergència i Unió (CiU), resulta aún más sorprendente que algunos nacionalistas arrojen el concepto franquismo a la plaza pública de debate como si se tratara de un arma letal ajena. Alejada, por supuesto, de sus nuevas actitudes y reivindicaciones.

Es obvio que el tiempo ha transcurrido y que la sociedad evoluciona, por fortuna de manera positiva y a una enorme velocidad. Acumulamos las mismas décadas de democracia que de dictadura anterior. No es menos cierto, por otra parte, que del legado del último franquismo no se han erradicado todas sus reminiscencias. Es más, la corrupción, el clientelismo y la actitud caciquil perduran en parte en algunos municipios catalanes. Muchos de ellos, sobre todo aquellos más pequeños en los que la izquierda no ha tenido oportunidad de gobernar, han mantenido prácticas rayanas en aquello que parece haberse puesto de moda evocar como crítica al conservadurismo o al constitucionalismo.

Fíjense en cómo en la comarca barcelonesa del Maresme un alcalde en ejercicio resuelve sus problemas domésticos gracias a la brigada municipal. El problema no es que un empleado de la corporación local le repare una avería en su casa (eso es simplemente ser un aprovechado), sino cómo el primer edil nacionalista encara el asunto (es todo un experto en municipalismo convergente) y maneja las fórmulas del clientelismo más abyecto en la conversación que hoy aportamos.

Estas actitudes se sustanciaban en otros momentos con un cierto grado de comprensión de los propios partidos políticos. Hoy, esos mismos que apelan a los tiempos de la dictadura de forma recurrente y equívoca, no pueden permitir que continúe al frente de ningún municipio un político con una actuación como la que se ha conocido.

Dirán que es una conversación antigua, dudosa, fruto de algún ajuste de cuentas... Como les enseñó su maestro Jordi Pujol: dicen, dicen, dicen... Pero tras conocer la historia del alcalde de Sant Vicenç de Montalt podemos exigir que de una vez se abstengan de tildar de franquistas a todos aquellos que no piensen como ellos en términos de estructura del Estado. Si lo prefieren, si apuestan por perseverar, que nadie dude de un hecho indudable: de existir un franquismo subyacente en España el nacionalismo es muy responsable y se halla, en Cataluña, la mayor parte.