Durante años, en la Universidad de Barcelona (UB) no pasó nada. O eso se nos dijo.

Nada extraordinario. Nada denunciable. Nada que obligara a incomodar a nadie con poder académico, proyectos europeos y prestigio acumulado.

De repente, pasó todo a la vez. Y lo que parecía un asunto interno acabó convertido en un barrizal imposible de disimular.

El caso de Ramón Flecha no es solo el de un catedrático de sociología investigado. Es el espejo incómodo de la UB —y, por extensión, de buena parte del sistema universitario español— que ha primado desde hace décadas jerarquías cerradas, clanes internos y grupos de poder dedicados a alimentarse a sí mismos. Un ecosistema donde el talento molesta si no es obediente y donde alzar la voz acostumbra a salir caro.

Lo que describen quienes formaron parte de su entorno no dibuja un desliz puntual ni una rareza personal. Remite a una estructura de poder sostenida en el tiempo, blindada por el discurso académico y normalizada por la institución. Un grupo con reglas propias, lealtades internas, dependencia personal y control efectivo sobre carreras jóvenes.

¿Qué era la controvertida Comunidad de Investigación sobre Excelencia para Todos (Crea, en sus siglas en inglés) que dirigía el cátedro Flecha? Llámese grupo de investigación, escuela de pensamiento o, sin demasiados rodeos, secta académica con financiación pública.

No es una hipérbole. Es una descripción bastante literal. Se decidía quién investigaba qué y, según varios testimonios, con quién se acostaba, así de crudo.

Los hechos conocidos son elocuentes: un liderazgo carismático legitimado por un relato moral, un lenguaje emancipador, una frontera clara entre los integrados y los prescindibles, y una universidad que prefirió no mirar demasiado para no tener que actuar. Todo muy sofisticado. Todo falsamente progresista. Y, claro, perfectamente compatible con congresos, proyectos europeos y sonrisas institucionales.

Y sí, en medio de ese entramado de poder, discurso y jerarquía, hubo polvos. Metafóricos, simbólicos o algo más. Polvos que no solo han traído estos lodos, sino que han acabado generando un auténtico barrizal institucional del que ahora todos quieren salir limpios, como si aquí no hubiera pasado nada durante décadas.

Cuando el escándalo estalla, aparece la palabra solemne: autonomía universitaria. Se pronuncia con gravedad, solemne, como si bastara para cerrar el debate. Autonomía para investigar, para gobernarse. Curiosamente, siempre invocada hacia dentro y rara vez explicada hacia fuera.

Conviene decirlo sin rodeos: ese gremialismo universitario no es una coartada moral. No sirve para justificar la pasividad ni para tolerar dinámicas que serían inaceptables en cualquier otra institución pública. Ortega y Gasset lo dejó claro hace casi un siglo: “La universidad es una institución social”. Y como tal, responde ante la sociedad, no ante sus equilibrios internos ni ante sus catedráticos intocables.

La pregunta incómoda es inevitable: ¿de verdad nadie sabía nada? Y aún peor: ¿nadie oyó rumores persistentes, comentarios incómodos, advertencias? ¿Nadie sospechó que algo no cuadraba?

La respuesta más plausible es también la más inquietante: se sabía lo suficiente como para no querer saber más.

Las denuncias son escasas no porque los problemas no existan, sino porque el sistema castiga sin pudor a quien osa levantar la voz. En la universidad española, señalar al poder académico suele pagarse con carreras bloqueadas, proyectos que no llegan, evaluaciones que se tuercen, tribunales amañados y silencios administrativos tan educados como letales. Todo muy pulcro. Todo muy impúdico.

Por eso muchos callan. Algunos miran hacia otro lado. Y, lo peor, casi nadie denuncia.

Llegados a este punto, convendría dejar de lado la hipocresía. Si las investigaciones concluyen que han existido prácticas incompatibles con una institución pública, habrá que actuar con contundencia. Sin paños calientes. Sin sentimentalismo corporativo. Sin miedo a romper estructuras.

¿Cerrar departamentos? ¿Desmantelar grupos enteros? ¿Rehacer facultades de arriba abajo?

Si es necesario, que no le tiemble la mano a nadie. Salvo, claro está, que haya intereses que proteger, redes que conservar o compañeros a los que todavía se considera tipos simpáticos, brillantes o simplemente “un poco graciosos”. Porque ahí suele radicar el problema: en el momento preciso en el cual el abuso se disfraza de genialidad y el poder se confunde con camaradería.

Max Weber advertía que la autoridad académica solo es legítima si acepta límites y rendición de cuentas. Cuando no los hay, deja de ser autoridad intelectual y se convierte en poder desnudo. Exactamente eso ocurre cuando la universidad protege estructuras internas que contradicen los valores que proclama.

Si la universidad aspira a ser algo más que un espacio que se blinda frente al escrutinio, tendrá que asumir controles reales, rendición de cuentas y mecanismos que limiten el poder de los clanes que deciden quién entra, quién asciende y quién desaparece.

La pregunta, al final, no es solo qué ha pasado en la Universidad de Barcelona, sino cuánto de lo que hoy se presenta como autonomía no es, en realidad, el último parapeto de un sistema que protege más a sus jerarquías que a sus estudiantes, a sus víctimas y a su propio compromiso con el conocimiento.

No sean optimistas, será más fácil que les toque hoy la lotería a que el cambio real llegue a determinados espacios invadidos por la caspa petulante y que permanecen intoxicados por el polvo en suspensión que se extiende por doquier.

Que haya suerte…