Cataluña mantendrá un año más, y de forma excepcional, la bonificación del 50% en el transporte público. Se trata de una buena noticia para los bolsillos de los usuarios, pero una medida insuficiente para potenciar este tipo de movilidad. Si es que ese es el objetivo.

El Estado asumirá el 20% del coste del servicio y la Generalitat, el otro 30%, después del acuerdo del Govern con los Comuns sobre este asunto. Pero hay trampa: a cambio de la rebaja, los títulos se encarecerán por encima del IPC, porque de otro modo es insostenible.

Hay, sin embargo, una novedad en la actualización de las tarifas del 2026: por primera vez, se aplicarán criterios de equilibrio territorial, de modo que el precio de los billetes más caros –los de trayectos más largos– se subirá menos que el resto.

Bien. Sabemos que el sistema es deficitario, y que la bonificación solo agrava esta situación. También conocemos que esta medida, que se impulsó en 2022 debido al encarecimiento generalizado por la invasión rusa de Ucrania, morirá más pronto que tarde.

En este escenario, la pregunta es obligada: cuando terminen las bonificaciones, ¿se bajarán al nivel del IPC los precios que ahora se disparan un 3,5% de media para sostener el sistema? ¿O, por el contrario, nos van a colar un encarecimiento encubierto? Veremos.

Recordemos que la bonificación es una exigencia de los Comuns al Govern para sentarse a negociar los presupuestos, y que se enmarca en “un momento en el que el coste de la vida ahoga a miles de hogares”. ¿Cuándo dejará de ahogarnos el coste de la vida?

La medida es, además, injusta en su planteamiento, pues si lo que busca es desahogar a las familias más apuradas, resulta que de ella se beneficia toda la población, sea cual sea su nivel económico. Por lo tanto, tiene un alto grado de populismo.

Ahora bien, supongamos que esta medida incluye también la promoción del transporte público en detrimento del privado. La bonificación sigue siendo insuficiente: aunque bajar el precio es positivo, lo que se necesita son más y mejores trenes y autobuses.

La guerra al coche no tiene ningún sentido si no contempla un plan alternativo en condiciones. No se pueden reducir los 12 carriles de antaño de la Meridiana, cuando apenas había tráfico, a unos pocos cuando todo el mundo –y no somos pocos– tiene coche.

Bueno, claro que se puede. Lo están haciendo. Y así va. La ciudad, colapsada, porque la oferta actual de transporte público no absorbe la demanda real. Mala planificación. Peor ejecución. Y es la pescadilla que se muerde la cola.

Lo que nos cuesta la bonificación se podría invertir en más rutas y frecuencias, pero no hay dinero para todo. Al menos, Europa recula en su locura de eliminar los coches de combustión en 2035. Eso sí es un respiro para los trabajadores que dependen del coche.