Que nadie se dé por aludido por el titular: hoy no hablaremos de cerdos como insulto, por tentador que resulte en un país tan aficionado a animalizar al adversario.
Me refiero a los otros, los que nacen sin metáfora y sostienen una industria que alimenta comarcas enteras. Tiene cierta gracia —agridulce, si uno lo mira con calma— que un país como este acabe pendiente del destino que le marque un animal que bastante hace con abrirse paso por el monte.
La aparición de la Peste Porcina Africana (PPA) en jabalíes de la provincia de Barcelona nos ha devuelto a una realidad incómoda. Ese animal aparentemente pintoresco es capaz de recorrer hasta cincuenta kilómetros al día, cruzar carreteras, cultivos y urbanizaciones, y arrastrar un virus que no enferma a las personas, pero sí puede hundir exportaciones y desordenar el mapa económico del país.
Basta hablar con un ganadero de las comarcas catalanas de Osona o de la Garrotxa para notar en la mirada esa mezcla de preocupación y fatalismo que solo aparece cuando la naturaleza va un paso por delante.
Europa, por desgracia, ya vio esta película. Alemania perdió en 2020 el acceso a China y Corea con un solo positivo en fauna silvestre. Y aquello que parecía un gigante sólido se vino abajo sin estruendo pero con rapidez: de 60 a 40 millones de cerdos sacrificados al año; veinte millones menos y un retroceso que devolvió su producción a cifras de los noventa. Así desaparecen, de un plumazo, certezas que dábamos por firmes.
España, por fortuna, llega más prevenida. El sector aprendió a golpes en 2001 y 2005 y hoy trabaja en las granjas con doble vallado, desinfección rigurosa y controles continuos. En juego hay unos 38.000 millones de euros, 400.000 empleos y cerca del 10% del PIB industrial. Es cierto que los excelentes resultados del sector han podido llevar a una cierta complacencia en los últimos años, como pasó en su día con el turismo convertido en maná inagotable.
Sin embargo, empresas como Vall Companys —columna vertebral del porcino catalán— o Noel, referente gerundense, llevan años profesionalizando cada eslabón de la cadena. En Aragón, Costa Food y Grupo Jorge han construido un músculo productivo que encaja con el catalán como una prolongación natural. Y en Murcia, El Pozo completa un mapa que explica por qué España se ha convertido en un actor mundial del sector.
La actividad interna estos días roza la vigilia. Veterinarios, técnicos y ganaderos trabajan casi a contrarreloj, reforzando vigilancia y cerrando cualquier rendija antes de que el virus la aproveche. Un responsable del sector me lo resumía con crudeza: “Estamos todos dentro, no hay otra”.
La diplomacia también juega su parte. Los acuerdos de regionalización firmados hace escasas semanas con China y Corea —en una misión comercial encabezada por el Rey— permiten que, si la PPA se acota en Barcelona, provincias como Girona, Lleida, Zaragoza, Huesca, Teruel, Burgos, León o Murcia continúen exportando con normalidad. Esa es la diferencia entre un susto y una desgracia.
Pero el vértice del problema sigue moviéndose por el monte. Cataluña sufre una explosión de jabalíes que ya no son fauna, sino presencia: en carreteras, campos, parques y hasta en escombreras de barrios donde antes no se les veía. Pregunten a cualquier conductor nocturno por la C-17 y verán que la historia deja de ser teoría para convertirse en abrupto y peligroso frenazo.
Y aquí reaparece un actor borrado del debate público por pudor ideológico: los cazadores. Durante décadas fueron ellos quienes mantuvieron el equilibrio ecológico que hoy se nos escapa. En Europa, cuando la PPA amenazaba, no dudaron en combinar controles cinegéticos y batidas del ejército. Aquí seguimos discutiendo mientras los animales cruzan la geografía a su antojo.
La industria insiste en una idea elemental: pensar Cataluña y Aragón como una macrorregión productiva, una misma cadena de valor donde bioseguridad y movimientos se gestionen con sentido común. Javier Rincón, consejero aragonés de Agricultura del PP, y Òscar Ordeig, su homólogo catalán del PSC, ya trabajaron juntos durante la crisis de la dermatosis bovina. Sería muy sensato que repitieran esa coordinación ahora.
Al fin y al cabo, Josep Pla ya dejó dicho que “en política, lo más difícil es ver lo que se tiene delante”. Basta un cruce inesperado con una familia de jabalíes en una carretera para entender que lo tenemos justo enfrente.
En algunas de las comarcas donde la industria cárnica es un actor económico central, existe la percepción —no siempre articulada, pero presente en el debate local— de que su demanda de mano de obra ha contribuido a atraer población inmigrante, especialmente de origen africano.
Ese vínculo, más sociológico que estadístico, es uno de los elementos que Aliança Catalana ha incorporado a su relato político.
No está claro hasta qué punto la crisis de la PPA puede intensificar esas dinámicas, pero sí parece evidente que, en contextos de incertidumbre, la ausencia de una comunicación coordinada por parte de la patronal deja espacio para que otros definan el marco interpretativo. Conviene tenerlo en cuenta antes de que la complejidad laboral de un sector se simplifique, otra vez, en claves identitarias.
Al final, conviene ordenar las prioridades. Los cerdos que importan —los de las granjas, los que sostienen empleo y exportaciones— dependen hoy de decisiones que no admiten sentimentalismos. Los otros cerdos, los del insulto, seguirán mañana igual que hoy.
Lo que quizá no siga igual es un sector entero si las empresas y la política eluden la realidad que tiene delante. Y eso, más que un problema sanitario, sería un error histórico.
