Fotomontaje de Xavier Salvador con Jordi Pujol de fondo

Fotomontaje de Xavier Salvador con Jordi Pujol de fondo CG

Zona Franca

Pujol, un juicio que llega tarde

"Treinta años de hegemonía dejan poso. El hombre que diseñó una Cataluña monolítica, identitaria y provinciana —ese laboratorio moral que él llamó país— ahora se protege tras los pliegues de su memoria difusa"

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La justicia, decía Galeano, es como las serpientes: solo muerde a los descalzos. Jordi Pujol i Soley no lo está. A sus noventa y cinco años, el patriarca se sentará —o fingirá hacerlo— en el banquillo de los acusados de la Audiencia Nacional. Lo hará con un supuesto principio de Alzheimer, un deterioro cognitivo certificado y el mejor penalista que el dinero puede pagar: Cristóbal Martell. No será un juicio, será un trámite. Un homenaje póstumo con toga.

La historia no cambia, solo envejece. Hace más de una década, cuando confesó su “herencia familiar” andorrana, la famosa “deixa”, ya se intuía el final del relato: Pujol no iría a la cárcel. Ni entonces ni ahora. No solo por posible inocencia, sino porque la justicia española, cuando alcanza a los poderosos, llega exhausta. Un viejo engranaje que aún gira, pero sin fuerza para cerrar el círculo.

El 24 de noviembre comenzará el juicio. Se alargará casi hasta el verano de 2026. Será un proceso judicial que promete durar más que la paciencia ciudadana. La fecha no marca el inicio de una reparación, sino la consagración de una certeza: la justicia llega, sí, pero cuando ya no sirve.

Treinta años de hegemonía dejan poso. El hombre que diseñó una Cataluña monolítica, identitaria y provinciana —ese laboratorio moral que él llamó país— ahora se protege tras los pliegues de su memoria difusa. La biología ha sustituido al argumento. Su mente se deshace y con ella los delitos se disuelven. Su esposa, Marta Ferrusola, ya se benefició de esa estrategia: murió antes de escuchar su acusación. La enfermedad ha sido siempre más eficaz que cualquier abogado.

Balzac decía que la justicia es una tela de araña que atrapa a los pequeños insectos y deja pasar a los grandes. En el caso Pujol, los grandes no solo pasaron: cobraron entrada. Trece años de instrucción, piezas separadas, recusaciones, fragmentaciones. Un laberinto procesal digno de Kafka, pero con chófer oficial. El paso del tiempo como estrategia, la confusión como sistema de defensa. Martell no necesita inocencia: le basta con calendario y discreción.

El patriarca fue más que un político. Fue un ingeniero social. Inventó una Cataluña cerrada sobre sí misma, moralmente superior y civilmente obediente. El cosmopolitismo era sospechoso, la crítica un pecado, la lealtad el único idioma. El Programa 2000 no fue una hoja de ruta cultural: fue un manual de domesticación. Y de eso, precisamente, nunca se le juzgará. El delito no fue el dinero, sino el molde.

Hace muy poco, una película intentó redimirlo. Un retrato hagiográfico, indulgente, donde se le pintaba como un hombre atormentado por su familia: patética, sí, pero también representativa de cierta burguesía catalana satisfecha de sí misma. Ni la película valía un pimiento, ni Pujol acumula tanto tormento como pretende el relato de sus defensores. Su drama no es moral, es biográfico: creyó que el país era suyo y lo gestionó como tal.

Anatole France advertía que la justicia puede dormirse, pero no debería caducar. Aquí caduca con la naturalidad de un yogur olvidado. El Estado no persigue a los suyos, los deja extinguirse. Y lo hace con una cortesía selectiva: la que se reserva a los hombres de Estado. Pujol lo fue, aunque de un modo perverso. Fue un hombre del mismo Estado al que combatía con subterfugios: la lealtad institucional como tapadera, la negociación como chantaje, el cálculo como doctrina. Por eso, cuando cae, el sistema no lo castiga: lo comprende. Reconoce en él a uno de los suyos, solo que jugaba en campo contrario.

Paradójicamente, esa misma benevolencia la han recibido también algunos de quienes intentaron desmontar el secesionismo a golpe de cloaca, dinero público y espionaje. Los corruptos de ambos bandos comparten una misma patria: la impunidad.

Camus tenía razón: tarde o temprano todos los dioses son juzgados en público. Pero algunos, como Pujol, lo serán post mortem, cuando ya no duela. Entonces el veredicto no servirá para ajustar cuentas, sino para escribir epitafios.

El juicio que llega tarde no condena: consagra. Y la historia, irónica como siempre, cerrará el círculo sin estruendo. Pujol no irá a prisión. Nunca fue su destino. Su castigo, si acaso, será ver su nombre reducido a una nota al pie en la historia de un país que aún confunde justicia con homenaje.