No, no será la noticia más sexy del siglo, ni una que cope portadas desbancando el resultado de la carrera por la alcaldía de Nueva York o el partido Brujas-Barça de ayer noche. Pero es importante, es fundamental y supone un primer alivio para el sufrido ciudadano y contribuyente.
Todos los partidos --repito, todos-- apoyaron o se abstuvieron ayer la reforma de la Administración que promueve el Govern de la Generalitat de Cataluña. Todas las formaciones del arco parlamentario, de la CUP a Vox, dieron apoyo, a veces parcial o a regañadientes, por medio de una simple abstención, a un texto que prevé aligerar los trámites burocráticos para el sufrido catalán de a pie.
Y es que el texto, salido del equipo del conseller Albert Dalmau, parece tener mimbres sólidos: reconoce el derecho del ciudadano a equivocarse, elimina la inenarrable cita previa obligatoria, una rémora del Covid, y simplifica el lenguaje en las comunicaciones, entre otros avances.
Entre lo más destacado de la nueva norma figura el principio de confianza mutua entre institución y administrado, algo que no siempre se percibe cuando se tramita papeleo, o la elección meritocrática y no partidista de los ejecutivos de las empresas públicas y los directores generales. Ello persigue garantizar la continuidad de sus proyectos, y evitar el reemplazo masivo cuando hay cambios de gobierno.
Todos podemos pensar en una empresa pública u organismo cuyo proyecto carece de continuidad o que presenta graves carencias de rendición de cuentas. Quizá, si se perfilan los procesos selectivos y se ficha en base al currículum, se pueden exigir resultados de verdad, y explicar qué ha fallado cuando estos no llegan.
No menos importante para los administrados será el fin de la llamada burocracia defensiva, que son todos aquellos trámites de más que exigen los funcionarios a ciudadanos y empresas por miedo a futuras responsabilidades, incluidas las penales.
No hay que confundir el rendimiento de cuentas con el pánico a la prevaricación. Que a menudo lleva a sepultar a los emprendedores de papeles y obstáculos para cubrir las espaldas de este o aquel empleado público. Arrancar un negocio debe ser entendido desde la administración desde la presunción de buena fe, y no desde la desconfianza contra el que lo arma.
En síntesis, la ley pergeñada por Presidencia es prometedora y permite vislumbrar una luz al final de un largo pasillo gris. El amplio consenso recabado en la Cámara catalana parece apostillar esa sensación. Solo falta que se despliegue y se cumpla, y uno pueda acudir a una oficina pública sin aviso y con la certidumbre de que le tratarán bien.
