La madrugada de este lunes volvió a oler a pólvora en Cataluña. Esta vez en Sabadell, donde dos grupos —por motivos aún bajo investigación— se enzarzaron en un tiroteo que dejó once casquillos desperdigados en plena vía pública y una bala perdida incrustada en la ventana de un vecino.
Un episodio que, por desgracia, no es aislado: hace apenas una semana, en Mollet del Vallès, dos sicarios descargaron una ráfaga de disparos contra un grupo de jóvenes en un parque. Un hecho que dejó un muerto, dos heridos, y la inevitable sensación de que las armas de fuego se han colado en la cotidianidad catalana.
En los últimos días, la crónica negra ha dibujado un mapa inquietante: en un bar de la Rambla Prim de Barcelona, el propietario se debatió entre la vida y la muerte tras recibir un disparo de un cliente que se dio a la fuga; otro tiroteo en La Mina, en Sant Adrià de Besòs, vino poco después. Le siguió Mollet; el barrio de La Florida, en L'Hospitalet de Llobregat; y ahora, Sabadell.
Escenas que hasta hace poco solo asociábamos a películas o a ciudades con índices de violencia mucho más altos, y que ahora irrumpen en nuestro territorio para recordarnos que la seguridad no es un bien eterno, sino un equilibrio frágil.
Las cifras respaldan esta preocupación. El Director General de la Policía, Josep Lluís Trapero, reconocía recientemente que se han incautado en Cataluña centenares de armas de fuego en los últimos meses —un dato que fuentes policiales sitúan en torno al último año—, la mayoría vinculadas a bandas dedicadas al cultivo masivo de marihuana.
Se trata de armamento prohibido, mucho más letal que las pistolas deportivas, que circula por un mercado negro cada vez más activo. Estas armas no solo sirven para “defenderse” entre rivales, sino que suponen una amenaza directa para los ciudadanos corrientes cuando las disputas estallan en plena vía pública.
En paralelo, y no menos importante, el departamento de Interior ha intensificado su trabajo en la lucha contra las armas blancas, y es cierto que se han dado pasos adelante: más macrodispositivos, más cacheos preventivos y más campañas para desalentar su porte.
Pero el salto cualitativo es evidente: si hasta hace un año lo preocupante eran los cuchillos y machetes, hoy también lo son los fusiles, pistolas y subfusiles que se abren paso en manos de grupos criminales. Es una democratización del armamento ilegal que, en la práctica, multiplica los riesgos de que cualquier conflicto derive en tragedia.
Conviene no exagerar ni entrar en pánico: Cataluña no es la Nueva York de los años 80 ni la 'Comuna 13' de Medellín. Los tiroteos, pese a su espectacularidad y su reiteración reciente, siguen siendo hechos puntuales y concentrados en ámbitos muy concretos. Sin embargo, no por ello debemos acostumbrarnos. Porque cada bala perdida, cada herido y cada cadáver son un aviso: no estamos inmunes.
Este nuevo paradigma obliga a dos cosas: más cooperación entre cuerpos policiales, poder judicial y poder legislativo para cerrar el paso a las redes de tráfico de armas. Y es que la seguridad no es solo detener al pistolero después del disparo, sino que se trata de impedir que tenga acceso al arma antes de apretar el gatillo.
Y, sobre todo, se trata de recuperar el espacio público para la ciudadanía: sin miedo, sin balas y sin pistolas. Cataluña ha demostrado que puede revertir las tendencias delictivas —como ha hecho con los hurtos y robos— y ahora toca hacer lo mismo con las armas. Pero solo si asumimos que el problema existe, actuaremos en consecuencia.