La baja participación en la tradicional manifestación de la Diada confirma que el independentismo se encuentra en uno de sus momentos más bajos de las últimas décadas.
Tras el fracaso del procés (gracias a la Policía Nacional, la Guardia Civil, la Justicia, el Senado y el Jefe del Estado -por este orden-), la desmovilización secesionista ha sido progresiva.
Según datos de las policías locales y la Guardia Urbana, las concentraciones por toda Cataluña entre 2012 y 2015 solían reunir alrededor de un millón y medio de personas. En 2016, medio millón. En 2017 y 2018, un millón. En 2019, bajaron a 600.000. Y, a partir de ahí, la debacle: 60.000 en la pandemia; 100.000 en 2021, 2022 y 2023; 74.000 en 2024, y 41.000 este año.
Para hacerse una idea, este jueves ha salido a la calle menos de la cuarta parte de los 165.000 socios que Òmnium Cultural dice tener.
Viendo esta evolución, se puede afirmar sin miedo a equivocarse que la desmotivación indepe no es algo coyuntural. Seguramente, el bajonazo responde a diversas razones, pero una de las más relevantes es, sin duda, la convicción de que la secesión no es un objetivo verosímil, al menos, a corto plazo.
Ni siquiera la última sentencia de los tribunales que ordena restablecer un modelo bilingüe en las escuelas públicas catalanas (por enésima vez) ha servido de resorte para animar a los activistas a levantarse del sofá.
De este escenario, el constitucionalismo puede extraer alguna lección. Hay quienes consideran que lo prudente es mantener un perfil bajo para no calentar a la parroquia nacionalista. Darles cariño. Ofrecerles algunas concesiones para que sigan calmados. Tratar de integrarlos en el sistema democrático. Incluso tratarlos como si fueran seres civilizados. Es lo que se llama la estrategia del contentamiento.
Otros, en cambio, creen que precisamente esa desmovilización hace de este momento la oportunidad ideal para desarticular (o intentarlo) el entramado nacionalista que durante décadas ha ido impregnando todos los recovecos de las administraciones catalanas. Y hacerlo sin complejos. Empezando por la educación y, más concretamente, por la atrocidad de la inmersión lingüística.
El tiempo dirá cuál de las dos opciones era la más razonable.