Lo que ocurre en Gaza no admite matices: es un genocidio en toda regla. Innegable, innegociable y totalmente irrefutable. Cientos de miles de personas sobreviven entre ruinas, bajo el fuego diario de bombardeos que han arrasado hospitales, escuelas y barrios enteros.
Familias aniquiladas, niños enterrados bajo los escombros y periodistas convertidos en objetivos militares. Y todo ello ante la pasividad —cuando no la complicidad— de los Estados, que prefieren mirar hacia otro lado. Por eso, cualquier gesto de ayuda humanitaria resulta urgente, bienvenido y necesario.
Sin embargo, una causa tan seria y tan dolorosa merece también un mínimo de seriedad. Y lo que vivimos este fin de semana en Barcelona, aunque nació de la buena intención, terminó desdibujándose. La Global Sumud Flotilla, que debía zarpar rumbo a Gaza cargada de alimentos y medicinas, convirtió el puerto en una fiesta. Conciertos, charlas, batucadas…
En cierto modo, es positivo organizar actividades de concienciación, sí, pero conviene preguntarse: ¿De verdad era necesaria una batucada para protestar por miles de asesinados? ¿Qué mensaje estamos dando? Y, sobre todo, ¿cómo se ve desde Gaza?
Imagino a las familias que se esconden entre las ruinas de sus casas, sin agua ni comida, esperando que el próximo misil no caiga sobre ellos. ¿Qué pensarán al ver que en Barcelona bailamos al son de tambores? La solidaridad no se mide en decibelios ni en bailes colectivos. La solidaridad exige dignidad y contundencia. Y ahí, lo siento, creo que no estuvimos a la altura.
La decepción, sin embargo, no acabó ahí. Horas después de zarpar, buena parte de las embarcaciones tuvo que regresar al puerto de Barcelona por la mala mar. Y surge la duda: ¿cómo podrán entonces afrontar una travesía tan compleja como la de cruzar el Mediterráneo, con todos los riesgos que implica, si ni siquiera se tuvo en cuenta la previsión meteorológica en la salida?
De pronto, la que se presentó como la mayor misión humanitaria de la historia perdió fuerza y quedó en entredicho: conciertos, batucadas, fotos, discursos y una retirada precipitada por la lluvia. Una solidaridad que, más que movilizar, corrió el riesgo de parecer superficial. Y eso duele porque la necesidad de enviar ayuda sigue intacta. Lo que está en juego no es la imagen de una ONG ni la foto de un político en cubierta: son vidas humanas.
No se trata de deslegitimar la causa ni, mucho menos, de criticar a quienes de buena fe aportaron su grano de arena. Se trata de recordar que Gaza merece respeto. Respeto a su sufrimiento, respeto a sus muertos, respeto a los que aún sobreviven. Lo último que necesitan es que en su nombre se organice una verbena de puerto disfrazada de misión solidaria.
Al principio, confieso que me llenó de orgullo que la Flotilla escogiera Barcelona como punto de partida. Pero a medida que avanzaban los tambores y se acumulaban ciertos gestos poco afortunados, me invadía una sensación incómoda. Porque mientras aquí celebrábamos con un aire festivo, allí siguen asesinando familias enteras.
Ayudar es imprescindible. Aportar lo que cada uno pueda, también. Pero sin frivolizar, sin transformar en espectáculo lo que debería ser una acción seria, y con un ruido muy distinto al de los tambores que festejan. Por desgracia, no hay nada que festejar.