Vivimos en una era donde el true crime se ha convertido en un género omnipresente. Nos fascinan los asesinatos, las conspiraciones, las historias turbias. Las plataformas de streaming compiten por ofrecernos la docuserie más retorcida, y las redes sociales hacen el resto: nos convierten en espectadores de una serie policial sin fin, donde cada suceso cotidiano parece el capítulo piloto de una nueva temporada. Pero esta ficción permanente empieza a tener consecuencias reales.
Porque sí, hay crímenes que parecen sacados de una novela de suspense —la Viuda Negra de Patraix, Angie y su crimen casi perfecto, o el asesinato de Bubito en plena calle, por citar algunos—. Pero son la excepción, no la norma. La mayoría de los hechos luctuosos que ocurren cada día tienen una explicación mucho más mundana, triste y simple: la fatalidad, el azar, la fragilidad humana. Pero eso ya no nos sirve. Queremos sangre, queremos tramas. Y si no las hay, las inventamos.
El pasado sábado, por ejemplo, un prostíbulo de Bellpuig (Lleida) ardió por un incendio accidental. Dos trabajadoras murieron y, poco después, un cliente falleció atropellado por un tren al intentar huir del fuego. En cuestión de horas, los rumores del pueblo ya hablaban de doble asesinato y suicidio. ¿Pruebas? Ninguna. ¿Motivaciones? Las de siempre: lo morboso, lo novelesco. La versión real —la más trágica, por cierto— no encajaba en el guion.
Lo mismo ocurrió en Montornès del Vallès, donde un joven irrumpió en una comisaría con un cuchillo y fue abatido por un agente. Nadie contempló la posibilidad de un brote psicótico o una enfermedad mental. La teoría inmediata fue: atentado. Porque ahora, cuando no estamos buscando al asesino, estamos esperando al terrorista. Vivimos en modo alerta máxima constante, incluso aunque la realidad nos pida algo más de pausa, análisis y humanidad.
Y lo más preocupante es que esta fiebre por criminalizarlo todo ya no viene solo de algunos medios o las redes. Es la propia ciudadanía la que genera sus fake news. Cada vecino es ahora narrador de su propio thriller, cada barrio un plató de CSI Barcelona o CSI Cataluña. Y cuando los hechos desmontan la historia que ya nos habíamos montado, llega la decepción. “¿Solo fue un incendio?”, “¿No lo mataron?”, “¿No era un atraco?”. La verdad, sin giros de guion, ya no interesa.
Hace apenas unos días, corrió el bulo de que una anciana había muerto durante un robo en su casa de Barcelona. Nunca hubo ladrón. Nunca hubo robo. Pero el titular era demasiado bueno para dejarlo pasar. ¿Y quién quiere ser el aguafiestas que lo desmienta?
Sí, han aumentado los delitos violentos. Sí, hay más armas blancas en la calle. Sí, Cataluña se ha convertido en refugio para ciertos delincuentes internacionales. Pero una cosa no quita la otra: no todos los días hay un crimen, una mafia o una conspiración. También hay accidentes. También hay enfermedades mentales. También hay tragedias que no necesitan villano.
Es urgente recuperar el sentido crítico. Volver a dudar de las versiones rápidas, contrastar, preguntar, no dejarse llevar por la lógica del morbo. Porque si no lo hacemos, acabaremos viviendo —de verdad— en un thriller permanente. Y eso, créanme, no tiene nada de entretenido.