Si la ortografía es el respeto al prójimo, la enseñanza en Cataluña nos está haciendo un flaco favor con los ingenuos atajos que está tomando. ¿A quién no le incomoda encontrarse una v donde debería ir una b? No seré el único que pierda el interés por una conversación cuando esta (o ésta, para los que se perdieron entre actualizaciones del diccionario) resuelve los que con un ke en los casos más acusados, o abusa de los de que si nos ponemos más puntillosos. Por no hablar de las confusiones entre a ver y haber.
Aún no sé si compro el fondo del “jubilemos la ortografía” con el que Gabriel García Márquez agitó el Primer Congreso internacional de la Lengua Española en abril de 1997. Fue un alegato a la plasticidad de las normas para hacerlas más accesibles, pero no me gustan las hipérboles en los contextos formales: creo que ponen trabas al mensaje. Quien se quede en la provocación del literato pensará que fue un terrorista de la lengua, y quien no pase del título de este artículo me encasillará en el grupo de opinadores catastrofistas que creen que el mundo se plegará sobre sí mismo.
Pues ni una cosa, ni la otra.
A falta de solo (o sólo) unos días para el inicio de las Pruebas de Acceso a la Universidad y tras una concatenación de contradicciones en el seno de la Generalitat (siempre patosa en educación, con independencia del signo político), aún se desconoce si los alumnos de Historia del Arte podrán desgranar la Victoria de Samotracia o Las Meninas de Velázquez sin preocuparse por haches denostadas o acentos extraviados.
Y como esta asignatura (contra la que un servidor se revolvió en su momento y debió tragarse sus palabras tras acabar maravillado por ella), otras que también precisan del análisis y razonamiento del alumno como Fundamentos de la Empresa, Ciencias Ambientales y Análisis Musical corren el riesgo de caer en la apatía.
Escribir con corrección no es un adorno estilístico. Lo mal escrito deforma el contenido, erosiona la credibilidad e invita al desinterés. Si un estudiante confunde “haya” con “halla”, ¿cómo confiar en la precisión de su análisis? Si redacta sin signos de puntuación que den coherencia, ¿cómo evaluar la calidad de su razonamiento? La forma, cuando pasa a ser secundaria, lo desvirtúa todo, y huelga decir que esto es aplicable a prácticamente todo en la vida.
Cada vez que este tema vuelve a la palestra, revivo la incredulidad que sentí durante el último repaso previo al chaparrón de exámenes de estas épocas. Yo lo viví en junio de 2015. Una compañera aún no sabía la diferencia entre una palabra aguda, llana o esdrújula, para desesperación de Salvador Sala, estimado profesor al que el Instituto Barri Besòs le ofreció un bonito homenaje póstumo el pasado mes de mayo.
Vaya, que la preuniversitaria, con 17 años si es que no tenía ya los 18, aún desconocía el porqué de la acentuación, lección de Primaria. Entiendo la necesaria, aunque tardía, actualización del currículo competencial por aquello de que Google nos acompaña todo el día y nos resuelve cualquier duda en un santiamén, pero censuro que, aún hoy, debatamos si se debe penalizar o no este desinterés.
Lo dicho. No se acaba el mundo ni creo que haya más lerdos en las universidades por esta cuestión (siento el clickbait, no me gustan las exageraciones gratuitas, pero sí la sátira). Sobre todo porque la selectividad supone el 40% de la nota que necesitan los chavales para acceder a la facultad. Y a los más kamikazes no les irá de si el corrector les descuenta una décima de la puntuación final, que se estira hasta los 14 puntos; si no lo consiguen, será por otros motivos. No sé si habrá más tontos, pero probablemente sí más irrespetuosos con los demás.