En Cataluña, la persecución de los ciudadanos y de las empresas que utilizan el castellano como lengua habitual ha sido una constante desde la recuperación de la democracia. Y lo sigue siendo.

La intensidad de las administraciones públicas –desde el Gobierno autonómico a los ayuntamientos– en esta caza de brujas ha variado en estas últimas décadas, pero siempre ha estado activa.

En el caso de los comercios, la excusa alegada para sancionarlos no es la prohibición del uso del español, sino la exigencia de dirigirse a los clientes, tanto de forma escrita como oral, al menos, en catalán. Obligatoriedad que, en cambio, no se aplica en sentido contrario.

Es decir, rotular un bar únicamente en castellano puede acarrearle al propietario una multa ejemplar, pero hacerlo únicamente en catalán, no.

Todo ello a pesar de que el Tribunal Constitucional (TC) dejó claro en su sentencia de 2010 sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña (fundamento jurídico 22) que no se puede exigir a los comercios atender en catalán (ni en español, claro).

“El deber de disponibilidad lingüística de las entidades privadas, empresas o establecimientos abiertos al público no puede significar la imposición a éstas, a su titular o a su personal de obligaciones individuales de uso de cualquiera de las dos lenguas oficiales de modo general, inmediato y directo en las relaciones privadas, toda vez que el derecho a ser atendido en cualquiera de dichas lenguas sólo puede ser exigible en las relaciones entre los poderes públicos y los ciudadanos”, concluyó el TC al analizar el artículo 34 del Estatut, relativo los “derechos lingüísticos de los consumidores y usuarios”.

El alto tribunal no parece dejar espacio a la duda. Pese a ello, Generalitat y ayuntamientos han seguido multando inmisericordemente desde entonces a quienes han optado por rotular sus comercios en castellano y usar esta lengua como la normal en sus relaciones con los clientes.

El último ayuntamiento que ha acentuado el acoso a las tiendas que optan por el español ha sido el de Girona. La semana pasada, el consistorio presidido por Lluc Salellas (de la CUP, con el apoyo de Junts y ERC) puso en marcha un “Buzón por el catalán”.

Este proyecto pretende “defender los derechos lingüísticos de la ciudadanía”. Es, añaden, un canal para “comunicar situaciones de discriminación lingüística y pedir información sobre el uso del catalán en la ciudad”. Las quejas se derivarán a “los departamentos municipales correspondientes para darles respuesta”.

El alcalde Salellas animó a que “nos hagáis llegar todas las quejas sobre el incumplimiento de la normativa en temas de derechos lingüísticos de la lengua catalana”.

Lo cierto es que el buzón, disponible en la web del ayuntamiento, permite denunciar anónimamente (exige un nombre, pero se puede indicar uno falso o un seudónimo) con indicaciones y fotografías a los comercios que utilicen el castellano para que después acudan inspectores municipales a comprobar la situación y meterlos en vereda.

Se trata de un ejemplo más de cómo las administraciones catalanas actúan contra quienes no comparten el imaginario identitario que el nacionalismo trata de imponer desde hace casi medio siglo.

No es nada nuevo, me dirán. Y tienen razón. Pero eso no libra a la iniciativa gerundense de ser considerada como más propia de la República Democrática Alemana y de su temida Stasi.