Vivimos en una era en la que los cuerpos, los rostros y hasta los gestos parecen estar cortados por el mismo patrón. Basta con pasear por una gran ciudad, abrir Instagram o incluso ir a una fiesta para darse cuenta de que, entre los 20 y los 40 años, muchos formamos parte de un rebaño de ovejitas prácticamente idénticas.
Misma nariz, mismos labios, mismos outfits, mismo corte de cara. Muchos nos esforzamos por encajar en un molde que no hemos diseñado nosotros y que, por tanto, no responde a nuestra diversidad, ni a lo que realmente somos.
La presión estética ha existido siempre —desde los corsés hasta los abdominales marcados—, pero hoy, con las redes sociales marcando tendencias al segundo y la democratización de las cirugías, esta presión ha alcanzado una presencia tan constante que resulta casi imposible ignorarla.
Vivimos rodeados de imágenes que lo embellecen todo: cuerpos perfectos, pieles sin una sola imperfección, sonrisas blancas y escenarios de postal. Nos hemos acostumbrado a que todo lo que nos rodea parezca ideal, aunque no lo sea. Aunque no nos represente. Aunque sepamos, en el fondo, que es mentira. Pero eso no impide que lo persigamos.
Queremos ser esa versión que no solo se acerca a la perfección, sino que encaja con lo que alguien, no sabemos muy bien quién, ha decidido que es lo que gusta, lo que está de moda, lo que se debe ser. Y así, en ese intento inagotable por encajar en ese canon arbitrario y excluyente, se cuelan la frustración, la inseguridad, la ansiedad y, en muchos casos, una obsesión que termina por distorsionar por completo nuestra autoestima.
Reconozco que siento cierta envidia —una envidia sana, si es que eso existe— por aquellos pocos que logran mantenerse al margen. Por quienes no necesitan validación externa ni sienten la urgencia de parecer perfectos todo el tiempo.
Pero también reconozco que, al menos en mi caso, como seguro que en el de muchos, liberarse de esta presión es todavía un reto complicado. Tomar consciencia es, quizás, el primer paso. Entender que este modelo de belleza no nos define, y que probablemente nunca nos representará, ya es una pequeña forma de resistencia.
Porque al final, más allá de la estética, está la persona. Y es ahí donde esta presión comienza a hacer verdadero daño: cuando nos lleva a mirarnos con rechazo, a compararnos constantemente, a sentir que nunca estamos a la altura.
La salud mental no debería ser el precio a pagar por encajar en un ideal que, en muchos casos, ni siquiera es real. No somos filtros, ni bisturís, ni estándares. Somos personas, con cuerpos que cambian, emociones que fluctúan y bellezas que no siempre caben en una foto cuadrada. Tal vez no sepamos aún cómo liberarnos del todo, pero sí podemos empezar por cuidarnos un poco más por dentro.