No somos pocas las mujeres que, al alcanzar un logro, en vez de celebrarlo, sentimos que estamos a punto de ser descubiertas. Que no es mérito nuestro, que fue casualidad, suerte o, simplemente, un error del sistema.
Ese vértigo, esa vocecita interior que nos susurra que no somos suficientes, tiene nombre: síndrome del impostor. Aunque la psicología ha demostrado que esta sensación puede afectar a cualquier persona —hombre o mujer—, hay algo en nosotras, en nuestra historia, en nuestra memoria colectiva, que hace que lo vivamos con una intensidad particular.
No se trata solo de inseguridad individual. Es un eco heredado de generaciones de mujeres a quienes se les negó un lugar, o se les exigió demostrar —una y otra vez— que eran merecedoras de estar donde estaban.
Crecimos con pocos modelos, y cuando finalmente aparecieron, llegaron tarde y muchas veces acompañados de sospechas o desprestigio. Nos enseñaron a dudar antes que a confiar, a agradecer por estar en la mesa, aunque hayamos llevado el mantel, los cubiertos y hasta cocinado la cena.
El síndrome de la impostora no nace en nosotras: nos lo sembraron. Y desarmarlo no solo es un trabajo interno, sino también colectivo. Hablar de él es el primer paso para dejar de creer que estamos solas en esta lucha.
Hace apenas unos días fui nombrada subdirectora de Sociedad de este medio. Una noticia que, en teoría, debería haberme hecho saltar de alegría. Y sí, lo hizo. Pero también me dieron ganas de llorar. No por tristeza, sino por una mezcla confusa de emociones que no esperaba.
Miedos que ni siquiera sabía que tenía comenzaron a florecer en mí en esta primera semana en el cargo. ¿Soy demasiado joven? ¿Estoy realmente preparada? ¿Y si no soy un buen referente? ¿Y si no soy suficiente? Todas esas preguntas se amontonaron sin que nadie las llamara.
Y aunque sé que estas dudas no son exclusivas de las mujeres, creo que en mi caso —como en el de muchas— se sumaron varias capas: ser mujer, ser joven y estar en un espacio de toma de decisiones. Un lugar que históricamente nos fue vedado, o nos fue otorgado con condiciones, con la lupa de la sospecha siempre encima.
Por eso, y retomando lo que decía antes, escribir este artículo como mi primera columna de opinión en este nuevo rol no es casual: es un intento consciente de ponerle palabras al fantasma y empezar a hacerlo desaparecer.
Así pues, querido lector, bienvenido a mi Zona Franca: un espacio que dejará de estar gestionado por la impostora y en el que se tratarán aquellos temas que, según quien suscribe, representan algunas de las preocupaciones —a veces silenciadas— de nuestra sociedad.
A partir de ahora, nos encontramos todos los martes.