Jordi Farré repitió ayer tres veces a viva voz que la junta del FC Barcelona había cometido "corrupción". El empresario y excandidato a presidente del club azulgrana se ha lanzado -o ha regresado- a la arena de las críticas, algunas muy merecidas, a la cúpula del club culé por el caso Olmo.
Desconozco si Jordi Farré tiene razón. Si lo supiera, lo escribiría en estas líneas y lo denunciaría a la autoridad competente, claro. De lo que sí tengo más información es de la mala praxis cometida por la Generalitat de Cataluña al entregar una y otra vez contratos de gestión de mataderos al nuevo paladín de las buenas prácticas corporativas.
Lo sé porque lo llevamos siguiendo desde la pandemia del coronavirus: Appeal Agrifood, el grupo de Farré, ha encadenado favores del Govern desde -o coincidiendo con- el capote que le echó él a las administraciones públicas al acometer la sucia tarea del cierre del matadero de Mercabarna.
El empresario se ha lanzado al ruedo mediático blandiendo la bandera blanca de la impolutez contra Joan Laporta, pero lo cierto es que hace trampas. Acaba de ganar, de nuevo, otro gran contrato -14 millones de euros- sin rival del Govern, y sus competidores están desesperados. No hay manera de introducir competencia en el sector de los auxiliares de salas de despiece, y son años y años de cuasi monopolio.
Y mientras, la Autoridad Catalana de la Competencia (Acco) duerme el sueño de los justos; Antifraude hace lo mejor que sabe hacer, que es nada, y la justicia, inoperante.
Nadie pone al cascabel al gato en el cárnico porque Farré es como un engranaje necesario: si falla él -los auxiliares- cae toda la cadena alimentaria catalana. Pero que sea imprescindible no quiere decir que lo haga bien. Al contrario, las sanciones administrativas así lo acreditan.
En el lado de la administración es lo de siempre: mala praxis, querer trabajar lo justo y necesario y un rendimiento de cuentas tendente a cero. Y en de los ciudadanos, también lo habitual: paganos de unas prácticas discutibles a precio de oro por un servicio que, según denuncian algunos sindicatos, deja mucho que mejorar.
Jordi Farré puede denunciar lo que le plazca, pero ha medrado al calor de unas adjudicaciones públicas, cuando menos, discutibles. Ha pasado de operar una empresa de recursos humanos, apenas una ETT dedicada a los mataderos, a armar un grupo empresarial cárnico sostenido, en paralelo, por ingresos cautivos de la administración.
Mientras verticaliza su compañía, Farré alecciona -o quizá lo hace por ello- sobre lo que son buenas prácticas o no lo son. Seguro que le asiste parte de razón, pero él, desde mi punto de vista, carece de la altura moral exigible para esgrimir dichos argumentos.